viernes, septiembre 21, 2018

XIGLO XVIII: SEGUNDA GRAN MUTILIZACIÓN DE ESPAÑA

Cesáreo Jarabo Jordán

El reino de Sicilia, por propia iniciativa, se  entregó al rey Pedro III de Aragón el año 1282, cuando fue coronado rey en Palermo; Cerdeña entró en la corona de Aragón el 1 de Junio de 1323; el reino de Nápoles fue conquistado el 26 de febrero de 1443, habiendo pasado posteriormente a Ferrando, hijo bastardo de Alfonso V hasta que volvió a la línea principal con Fernando el Católico, y el ducado de Milán fue reintegrado al imperio en 1535.



La isla de Sicilia, comenzó su relación de hermandad con los reinos hispánicos en 1276, y en 1282, tras expulsar a los franceses como consecuencia de las “Vísperas sicilianas”, tuvo como rey a Pedro de Aragón y, como señala  Mª del Pilar Mesa Coronado, “se convirtió desde su incorporación a la Corona de Aragón en un enclave fundamental para la estrategia defensiva del Mediterráneo.”  Sicilia, así, no se unió a la Monarquía Hispánica por conquista, sino por pacto. Pero con el tiempo habría más, porque los tercios que mantenían la paz en Flandes tenían un alto componente de soldados milaneses, napolitanos y sicilianos.

Y Sicilia era un elemento clave en los reinos hispánicos dado que junto a los presidios de la Toscana (Orbetello, Porto Ercole, Porto San Stefano, Talamote, Ansedonia, Piombino y la isla de Elba), junto a Orán, Ceuta, Melilla, Mazalquivir y el Peñón de Vélez, constituían un sistema de defensa de vital importancia para la seguridad del Mediterráneo frente a la amenaza turca.

Y se trataba, como queda señalado, de una unión entre iguales, cuestión que queda reflejada a principios de 1460, cuando Juan II declaró formalmente en las Cortes generales de Fraga y Lérida la “unión perpetua e incorporación” del reino de Sicilia a la Corona de Aragón.

En cuanto a Cerdeña, señala Ana Belén Sánchez Prieto que “Jaime II desembarcó en Cerdeña el 1 de junio de 1323, derrotando a los pisanos y genoveses, pero sólo en 1460 se produjo la incorporación formal de Cerdeña a la Corona de Aragón” .

¿Y cual era el estatus políticos de estos territorios? Señala Mireille Peytavin que “el centro político de la Monarquía, donde se gesta la resolución final teóricamente imposible de impugnar, no es discutido nunca; se encuentra allí donde se encuentra el rey, aunque este residiera fuera de sus propios territorios. En cambio, ninguno de estos dominios exteriores a la península se siente "periférico": en primer lugar y ante todo, es su propio centro. Y para el rey, cada uno de los territorios de los que es soberano participa de una dinámica de conjunto; con papeles particulares de los que no se sabe si son secundarios o con relación a quien.”

Al respecto, señala  Mª del Pilar Mesa Coronado, “Sicilia formaba parte de la Monarquía Hispánica y como tal dependía de la administración central de ésta, representada entre otras instituciones por el Consejo de Italia. Este Consejo, habría tenido su origen en 1555 en Londres, cuando el futuro rey Felipe II entregó una instrucción a una serie de personas destinadas a tratar los asuntos de Nápoles y Milán. Su primer presidente, nombrado en 1558, fue Diego Hurtado de Mendoza. La primera instrucción a los integrantes de dicho Consejo no llegaría hasta finales de 1559, cuando Felipe II incorporaba «oficialmente» el virreinato de Sicilia al Consejo. Este Consejo estaba compuesto por seis regentes, dos por cada provincia: Nápoles, Sicilia y Milán, uno de ellos español y el otro local.” 

Estos territorios tenían el mismo estatus que posteriormente tendrían los territorios del Imperio global español; así, abunda Mireille Peytavin, en ellos“no se percibe ninguna segregación, el historiador no descubre en un primer momento ninguna ventaja o desventaja en ser español antes que italiano o la inversa. En todo caso no hay diferencia visible en el reparto de la escala social o en los niveles de riqueza, lo cual ya es suficientemente significativo. La organización de una parte (y solamente una parte) del poder político estuvo evidentemente reservada a los españoles, pero nada menos seguro que ellos la ejercieran de modo distinto a los italianos.”   Y a la postre, esa sería la norma que, salvo honrosas excepciones, se aplicaría a la administración de todos los territorios. Italianos, aragoneses, mexicanos, castellanos, peruanos… desarrollarían sus tareas de alta administración en territorios ajenos a los de su nacimiento.

Y la naturalidad en el trasvase de personas de un territorio a otro era de tal nivel que “la presencia de españoles en Italia no esta documentada en cuanto tal y es totalmente imposible cuantificarla; parece que a causa de dos series de factores. Por una parte, la presencia de españoles en Italia (y de italianos en España) se consideraba como un hecho absolutamente normal que no daba lugar a ninguna medida institucional especifica.” 

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, abunda sobre lo mismo señalando que “no escaseó el gobierno español al reparto de sus dignidades, mandos y puestos de confianza entre los súbditos napolitanos, igualados completamente con los españoles. Grandezas de España, toisones, generalatos, embajadas, magistraturas, se les concedían con mano franca; y ejercían el Poder en la misma metrópoli y hasta en los estados de América.
Es verdad que la administración fue siempre deplorable; pero ¿era más acertada y equitativa en España? Más diremos: ¿lo era en alguna parte de Europa? Y en contrapeso de esta desgracia, común en aquella época, citaremos los grandes beneficios que hicieron a la administración de justicia las pragmáticas de los virreyes, arreglando los tribunales, y los procedimientos civiles y criminales, con muy sabias disposiciones; y que acabaron con los restos del feudalismo, y que contuvieron con mano firme los abusos del poder eclesiástico.”

Con estas premisas, vamos a adentrarnos en la sucesión de los hechos.

En 1266, fue ejecutado Manfredo, pretendiente a la corona detentada  por Carlos de Anjou, hermano de Luis IX de Francia, que seguía como rey de Nápoles. Entonces, y alentado por Clemente IV, y con el apoyo de su hermano y del poderoso partido papista de los güelfos, conquistó la isla instaurando una tiranía que obligó a los sicilianos a pedir apoyo a Pedro III.

En el curso de estos hechos, y mientras Carlos de Anjou se desplazaba a Gascuña para mantener un desafío al rey Pedro, Roger de Lauria tomó Nápoles.

Veinte años después, en 1286, Jaime II defendería sus derechos ante el hijo de Carlos de Anjou, pero finalmente dejó el trono de Sicilia al cargo de su hermano, Fadrique, que casó con la hermana del nuevo rey de Nápoles.

El dominio sobre Sicilia había sido contestado por el Papado y los Anjou, por lo que Jaime II se avino finalmente a ceder la isla al papa a cambio de los derechos sobre Córcega y Cerdeña y la cesión de la isla de Menorca a Jaime II de Mallorca, por el Tratado de Anagni (1295). Sin embargo, su hermano Fadrique, al que había nombrado gobernador de Sicilia, se negó a abandonar el dominio de la isla y resistió eficazmente la campaña militar de Jaime II para arrebatársela aunque finalmente fue derrotado en 1299, al finalizar la guerra iniciada en 1298, en la que podemos denominar guerra civil de Aragón, ya que aragoneses como Juan de Lauria, pariente de Roger, Blasco de Alagón y Conrado Lanza participaron junto a Fadrique, mientras Roger de Lauria luchaba de parte de Jaime II. Roger de Lauria fue hecho prisionero.

En batalla naval del 4 de Julio de 1299, Fadrique fue salvado de la muerte por Hugo de Ampurias, y se retiró a Mesina, quedando la mayor parte de la escuadra siciliana en poder de Jaime II.

Ese mismo año1299 se reforzó el pacto mediante la boda de Jaime II con Blanca de Anjou, hija de Carlos de Anjou. Continuó la lucha con victorias alternativas, y finalmente Fadrique fue reconocido como rey de Sicilia por la paz de Caltabellota (1302). Posteriormente, en 1323-1325, conquistaría Córcega y Cerdeña.

Carlos pactó la vuelta de Sicilia al dominio de los Anjou a la muerte de Fadrique; algo que no llegaría a ser efectivo, ya que los sicilianos proclamaron rey a Pedro, hijo de Fadrique, que acabaría cediendo la corona a Roberto de Anjou, rey de Nápoles. Consecuencia de esta situación acabaría siendo la gesta de los Almogávares en Grecia al mando de Roger de Flor y al servicio del emperador Andrónico, quién a traición asesinó a Roger de Flor, dando pie a que al mando de Berenguer de Entenza se produjese la célebre venganza catalana. Finalmente las tropas quedaron sin jefe, pero victoriosas en todos sus encuentros se hicieron con el ducado de Atenas y Neopatria, que ofrecieron a don Fadrique de Sicilia. La expedición duró doce años (de 1302 hasta fin de 1313).

Las conspiraciones se sucedieron en el reino de Nápoles, llegando en 1381 a costar la vida de la reina Juana, y los sicilianos se entregaron al rey de Aragón, Pedro IV el Ceremonioso (el del puñalet).

En 1421 entró en Nápoles Alfonso V rey de Aragón, el Magnánimo, dando comienzo un largo enfrentamiento con las tropas francesas. Muerta Juana II, dejó el trono a Renato de Anjou, que estaba prisionero del duque de Borgoña. Pero Alfonso V de Aragón acabaría incorporando Nápoles a la corona de Aragón, aunque a su muerte volvería a separar la corona de Nápoles y la de Sicilia, que fueron heredadas por sus hijos Fernando y Juan respectivamente.

Fernando, el año 1495, acabaría abdicando en su hijo Fernando II, que reinaría un año y huiría a Sicilia, de donde fue reclamado por los napolitanos para luchar contra los franceses. Sus esfuerzos serían apoyados por el ejército español, al mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, obteniendo finalmente la expulsión de los franceses.

Poco después fallecería Fernando, heredando el trono su tío Federico, afrancesado, que fue retirado por la acción del Gran Capitán, que acabaría venciendo a las tropas francesas en la batalla de Ceriñola, quedando él gobernando Nápoles con el título de Virrey.

En 1501, el rey Fernando II de Aragón (Fernando el católico) conquistó Nápoles y la reunificación de los dos reinos bajo la autoridad del trono español. El título de Rey de dos Sicilias o rey de Sicilia y de las dos costas del Estrecho de entonces fue asumido por los reyes de España hasta la Guerra de Sucesión Española.

En cuanto al ducado de Milán, que ya había formado parte de la Corona de Aragón cuando Alfonso V lo conquistó en el siglo XV, fue reincorporado a la corona por Carlos I en  1535. El territorio estaría representado en el Consejo de Aragón por un natural del mismo hasta que en 1555 se formó el Real Consejo de Italia.

En lo tocante a Cerdeña, en 1626, los sardos reclamaban exclusividad para los cargos públicos. Según detalla Francesco Manconi, dos bandos se enfrentarían en esta ocasión: los lealistas, encabezados por la casa de Alagón, y los frondistas, encabezados por Agustín de Castelví, apoyado por el arzobispo Vico y por el procurador de Cerdeña, Jaime Artal de Castelví.

La situación se vio complicada con un brote de peste que entre 1652 y 1657 produjo una mortandad cercana al 50% de la población, lo que provocó una crisis económica que marcaba la diferencia con el resto del Reino de Aragón.

En estos momentos, a mediados del siglo XVII, se temía la invasión del Milanesado por parte de tropas francesas con el apoyo de los duques de Saboya, de Parma y de Módena, que ambicionaban estos territorios, a lo que debieron hacer frente los Arese, los Visconti y los Borromeo, dada la falta de apoyo por parte de la corona, que ya mostraba debilidad en la Guerra de los Treinta años, finalizada en 1648, y ocupada con las sublevaciones de Portugal y Cataluña, que conocían su triste final cuando en 1659 se firmó el Tratado de los Pirineos, donde España cedía a Francia el Rosellón, y en 1668 se reconocía la separación de Portugal. Dos éxitos de Francia y de Inglaterra.

Ya durante el reinado de Carlos II, se tomaron medidas con el fin de mantener los reinos mediterráneos alejados de las apetencias francesas e inglesas, pero extrañamente, esas medidas comportaban particulares alianzas con Inglaterra y con Holanda, cuyas motivaciones se basaban en impedir el crecimiento del poderío francés, a la par de utilizar a España como rodela frente a los berberiscos, con quienes finalmente acabarían pactando en contra de España.

En esa situación de dependencia exterior, entre 1666 y 1668 se sufrió una grave crisis en Cerdeña, motivada por los enfrentamientos entre los dos bandos rivales, con el asesinato de Agustín de Castelví, al parecer ocurrido por motivos de disputas familiares, que lleva al asesinado del virrey, el marqués de Camarasa. La revuelta es sofocada militarmente, siendo ejecutado el cabeza de la familia de los revoltosos, marqués de Cea, Jaime Artal de Castelví, a la mujer de Agustín de Castelví, que había sido la instigadora del asesinato de su marido, y a cinco nobles más.

En  Julio de 1674 se produce una revuelta en Mesina que tuvo un carácter eminentemente fiscal, a la que los franceses apoyaron militarmente. Finalmente, ante la imposibilidad de lograr su objetivo de dominar Sicilia, Luis XIV se retiró en medio de la desesperación de los sediciosos, que temían el castigo de España. Unas quinientas familias, pertenecientes muchas a la nobleza, abandonaron la isla con los franceses mientras el nuevo virrey, conde de Santo-Stéfano, se extralimitó en la represión de los sediciosos y, según relata Juan Valera y Modesto Lafuente, “prohibió toda reunión, arregló á su capricho los impuestos, destruyó la universidad, despojó los archivos en que se conservaban los privilegios, y construyó una ciudadela para mantener siempre en respeto á los revoltosos.” 

En esta situación, y cuando España estaba demostrando sus debilidades, en 1678 se firmó el tratado de paz de Nimega, por el que se ponía fin a la guerra que se libraba en Holanda, lo que conllevó la pérdida para España del Franco Condado y de una serie de ciudades en Flandes así como la mitad de La Española, Haití, que acabaría convirtiéndose en un núcleo del esclavismo francés.

Esta paz fue promovida por Carlos II de Inglaterra, que a la sazón, y según refieren Modesto Lafuente y Juan Valera, estaba recibiendo de Luis XIV “por premio de su neutralidad una pensión anual de cien mil libras esterlinas, el mismo subsidio que había percibido por su alianza durante la guerra.”   Pero la actividad que finalmente llevó Inglaterra no fue conforme a los intereses de Luis XIV, sino de Guillermo de Orange, que aportaba una especial dote a la petición de mano que en esos momentos hizo de María de Inglaterra; la misma que había rechazado años atrás.

Al respecto de la paz de Nimega, Juan Valera y Modesto Lafuente siguen relatando que el 10 de agosto de 1678, “sin conocimiento de don Pedro Ronquillo y del marqués de los Balbases, plenipotenciarios de España en aquel congreso, de España que tantos sacrificios había hecho por ayudar á la república holandesa contra los franceses, se firmaron dos tratados, uno de paz y otro de comercio, entre Francia y las Provincias Unidas, sin estipulaciones particulares a favor de España.” 

Los asuntos, en vez de resolverse, cada vez de complicaban más. Y es que, si complicado había sido el reinado Felipe IV, Carlos II no parece el personaje idóneo para resolver ninguna cuestión, y Felipe V dependía demasiado de su abuelo. Bien al contrario, en medio de una guerra europea desarrollada en España con el ánimo de liquidarla, el trapicheo se señoreó de tal manera, que centrándonos en Italia, y según nos informa Antonio Álvarez-Osorio Alvariño, desde los años 70 del siglo XVII hasta el mismo tiempo del Tratado de Utrecht, Nápoles y Sicilia fueron objeto de un intenso mercadeo de títulos nobiliarios, intensificándose extraordinariamente entre 1708 y 1713, cuando revendían títulos de príncipes, duques, marqueses, tratamientos de Grande de España, magistraturas…

Algo que, centrándonos en el último periodo, podemos encontrar cierta lógica, pero no en los periodos inmediatamente anteriores.

Es el caso que la situación de decrepitud que presentaba España en la segunda mitad del siglo XVIII era manifiesta. Veinte años después de haber finalizado la Guerra de los Treinta años, y treinta años antes del Tratado de Utrecht, Juan Alonso de la Encina, conquense de Huete influido por la doctrina de Tácito y de Séneca, que desde 1668 hasta 1686 ocupó tres veces la plaza de juez de la Corte de la Vicaría de Nápoles y fue superintendente delegado en las materias de Estado y contrabandos en las provincias de Calabria y auditor general del Ejército, conocedor por tanto de la realidad nacional y de la situación en Italia, señalaba el acontecer de la Monarquía Hispánica como la vida humana: niña con Pelayo y decrépito anciano con Carlos II.

El emperador Leopoldo no era ajeno a esta realidad y pretendía beneficiarse directamente de la misma; así, tras haber conspirado largas décadas repartiéndose España con Francia, Holanda e Inglaterra, una vez fallecido Carlos II, y con relación al estado de Milán y el marquesado del Final, aseguraba que “no podia negarfe feudo del imperio, por haver conferido la embeftidura à los Principes de la Cafa de Austria, que gobernaban la Efpaña, y que ahora, faltando la linea, debia volver el derecho à fu dueño.”  Ante esta situación, se envió al conde de Tessé para la defensa del territorio frente al ataque austracista que sería comandado por el príncipe Eugenio en febrero de 1701, quien acometió su objetivo abriéndose paso entre bosques y montañas, fuera de los caminos existentes, teniendo el primer encuentro de lo que es conocida como Guerra de Sucesión, en Pescantina. En este principio de la guerra, fue destacada la labor del cuerpo de ingenieros del ejército austracista. Habían pasado escasos tres meses de la ascensión al trono de Felipe V.

Ya en estos momentos los ingleses intentaron sublevar América, pero fue en Nápoles donde en 1701, el cardenal Grimani,  junto con Cesar Ávalos, el príncipe de Larica, Carlos de Sangro duque de Telesia, los hermanos Carrafa, José Capecia y el príncipe de Macia, orquestaron una conjura en la que sería asesinado el virrey Luis de la Cerda, pero la acción fue descubierta y puestos en desorden los sediciosos. Al respecto, Nicolás de Jesús Belando señala que Carlos de Sangro sería ejecutado, mientras el príncipe de Larica y el barón de Sasinet fueron condenados a prisión….en la Bastilla, en Francia. 

Hasta marzo de 1704 no se iniciarían los enfrentamientos en la península, pero en Italia,
Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, virrey que fue de Nápoles desde 1695 hasta 1702, supo atajar una revuelta austracista que pretendía coronar rey al archiduque Carlos, tras lo cual fue sustituido en el virreinato por el duque de Escalona.

También señala Marina Torres Arce que “en septiembre de 1701 se destapó en Sicilia la primera trama pro-imperial, preparada en coordinación con quienes activaban en Nápoles, justo por entonces, la conocida como conjura del príncipe de la Macchia…/… El primero en ser descubierto y capturado en Palermo fue Gennaro Antonio Cappellani, exjesuita napolitano, abad y antiguo servidor del entonces papa Clemente XI, que había sido enviado desde Roma a Sicilia con objeto de captar adeptos con los que apoyar un levantamiento a favor de la causa imperial.”

Para calmar los ánimos, Felipe V, con la autorización de Luis XIV y en una escuadra francesa, giró visita a Nápoles en Junio de 1701, donde fue cumplimentado por el nuevo virrey, el Marqués de Villena. Felipe V renovó los privilegios, y Nápoles su fidelidad. Luego hizo lo propio en Milán, donde visitó el frente que los ejércitos austriaco y francés mantenían en el Po, participando en una escaramuza donde las tropas mandadas por Guillermo de Moncada deshicieron una unidad austriaca, y posteriormente ocupó la villa de Luzara y de Guastala, mientras los aliados tomaban otras. En octubre volvió a la corte… desembarcando en Francia. El 16 de Diciembre llegó a Figueras.

La guerra se enquistó en el Milanesado; el motivo lo señala Rosa María Alabrús: “en los territorios italianos la división fue una constante a lo largo de la guerra. Víctor Amadeo II, duque de Saboya y padre de la primera esposa de Felipe V, inicialmente, en 1702, permaneció a favor de Francia cuando los austriacos y alemanes ocuparon el Milanesado, pero en 1703, ante la ocupación de Luis XIV de este ducado, se pasó sin dudarlo al otro bando. El duque de Parma y Piacenza, Francisco Farnesio, tío de la segunda esposa de Felipe V (Isabel), desde el momento en que el príncipe Eugenio de Saboya ocupó sus dominios (1706-08) manifestó simpatías por el Borbón y buscó la ayuda del duque de Vendôme para promover la unidad italiana ante el creciente poderío del emperador Leopoldo en el Mediterráneo.“

Los duros enfrentamientos entre alemanes y saboyanos por una parte y franceses por otra, se alargaron hasta el año 1706, cuando las tropas francesas se retiraron tras el sitio de Turín. El 24 de Septiembre tomarían Milán las tropas del príncipe Eugenio. A espaldas de España, Luis XIV de Francia, el abuelo de Felipe V, pactó con el archiduque, y como consecuencia, el duque de Orleáns entregó el Milanesado, del que el príncipe Eugenio tomaría posesión, como también del condado de Final en nombre del Archiduque el 16 de Abril de 1707, tras haber evacuado en orden las tropas francesas. La Lombardía dejaba de formar parte de la Monarquía Hispánica. Al respecto sólo señalar que en esos momentos, el gobernador del estado de Milán era Charles Henri de Lorraine, príncipe de Vaudémont.

Antonio Álvarez Osorio nos recuerda que “Felipe V quedó excluido de la toma de decisiones tan trascendentales como la retirada del ejército galo-hispano de la Italia peninsular acordado por Luis XIV en la primavera de 1707, lo que supuso la separación definitiva de la Lombardía y Napóles del cuerpo de la monarquía de España. El príncipe Vaudémont, comandante supremo del ejército español en el norte de Italia, se limitó a comunicar a posteriori a Felipe V la decisión de su abuelo, y a dar por sentada la aprobación del rey habiendo precedido una orden de Luis XIV.”

Tras el Milanesado, y a pesar de los esfuerzos del marqués de Villena, cayó también Nápoles en manos del archiduque cuando, el 26 de Junio de 1707, y al mando de Ulrico Daun, entró en Nápoles un ejército austracista compuesto por nueve mil hombres divididos en cinco regimientos de caballería y cinco de infantería, mientras por la costa navegaba una escuadra holandesa, teniendo enfrente la caballería del príncipe de Castillón, con ochocientos caballos. Señala Vicente Bacallar que con esta situación, la población reclamaba la rendición, que se llevó a cabo en pocos días.

Los napolitanos prometieron fidelidad al Virrey, Juan Manuel Fernández Pacheco, duque de Escalona, que no había atendido debidamente las defensas y se encontraba sin dinero para armarlas, mientras el cardenal Grimani gastaba a manos llenas en pro del Archiduque. Los príncipes de Monte Sarcho, Abelino y Cariati, el marqués de Pescara y el duque de Monteleón, así como un nutrido grupo de nobles se ofrecieron al servicio del Archiduque. De los nobles, sólo el príncipe Horacio de Chelamar y Horacio Copula siguieron fieles a Felipe V. Sucedía esto el día 7 de Julio de 1707, exactamente 212 años después que fuesen expulsados los franceses por Fernando el Católico. Todo el reino de Nápoles quedó en poder de los austracistas.

Las tropas españolas se habían retirado para combatir en la península, con lo que la defensa era minúscula. Pero el Archiduque no pudo tomar Sicilia, que se mantuvo fiel a Felipe V hasta el final de la guerra.

Sicilia permanecía bajo la influencia, no vamos a decir del rey de España; diremos de Felipe V.

Tras los servicios prestados en el Milanesado, el duque de Orleáns (tío de Felipe V) pasaría a comandar las tropas francesas en la batalla de Almansa (25 de abril de 1707), desbancando a Berwick, sobre quién crecían las dudas entre los franceses al tratarse del hermano de la reina Ana. Galloway con el acompañamiento del marqués de las Minas, serían sus rivales.

Si en Italia los asuntos de España, manejados por franceses, no iban nada bien, las cosas en Flandes, con los asuntos españoles manejados por los mismos que manejaban los de Italia, no iban mejor. Marlborough se hizo sin mucho esfuerzo con Brabante en Septiembre de 1706.

Los avances aliados iban produciéndose en todas las posiciones periféricas mientras la península llevaba su propio ritmo, absolutamente desacorde.

Señala  Marina Torres que “durante estos años, sostuvieron no pocas tensiones con la jurisdicción regia jerarcas de la Iglesia siciliana como el obispo de Lípari, Gerolamo Ventimiglia, sobre el que recayeron sospechas más que fundadas de su posición pro-austriaca que acabarían por llevarlo definitivamente fuera de su diócesis tras la ruptura de Felipe V con la Santa Sede en 1709.” 

A pesar del hecho señalado, es llamativa la actuación de las administraciones públicas, que sin definirse como austracistas, sino como fieles al rey que había sido reconocido por las cortes, permanecieron como observadores más que como actores. Al respecto, sigue señalando Marina Torres que “a lo largo de ese período bélico, aun cuando hubo fuertes sospechas respecto de las conexiones de un sector de la nobleza isleña con el partido austríaco, desde el gobierno virreinal no se tomaron más que medidas preventivas al respecto. La actitud de las autoridades españolas con la oligarquía siciliana continuó moviéndose entre la profunda desconfianza y la suma prudencia. Significativas serían, en este punto, las órdenes dirigidas en 1709 a magistrados y nobles de Palermo para garantizar su permanencia en la ciudad, con la expresa prohibición de salir hacia sus feudos o residencias en otros lugares del reino sin licencia del virrey.” 

En lo tocante a Cerdeña no hubo ningún tipo de movimiento hasta la entrada del archiduque en Barcelona en 1705, cuando la nobleza de Cerdeña, que no se había mostrado partidaria de ninguno de los contendientes, tomó partido por el Archiduque. Pero no cambiaría la situación hasta el 12 de Agosto de 1708, cuando una escuadra anglo holandesa tomaba Cáller. Sería retomada el 29 de Septiembre de 1717, pero de nada serviría, porque el tratado de Rastadt, y la conferencia de Londres de 1718 asignaban Cerdeña al duque de Saboya.

Por el norte, en 1708 los aliados infligieron severas derrotas a los franceses en los Paises Bajos españoles, dejando abierta la frontera francesa a los aliados, ante lo que Luis XIV buscó la paz, a la que los holandeses sólo accedían si obtenían para el archiduque España y las Indias, secesionando los reinos europeos que formaban parte de la corona española. Y todo con el beneplácito del Papa Clemente XI. La respuesta de Felipe V fue la convocatoria de cortes para jurar como heredero a su hijo Luis, lo que se llevó a efecto el 7 de abril de 1709, y la ruptura de relaciones con la Santa Sede, mientras el pueblo ardía en protestas contra Amelot, la princesa de los Ursinos y los franceses.

En Cerdeña, una conjura de nobles sardos pretendía proclamar al emperador el 20 de enero de 1708, pero fue descubierta, aunque a la postre no abortada, porque el marqués de Jamaica, presumiendo la arribada de la flota enemiga, no hizo nada, y cuando llegó no hubo defensa que actuase.

El 9 de Agosto de 1708, una escuadra inglesa compuesta de 40 naves, al mando del almirante Lake se situaba frente a Cáller, en Cerdeña, donde pudo entrar dada la inexistente moral y apoyo en las tropas y en el pueblo, quienes acabaron facilitando el desembarco de los ingleses, que sitiaron al virrey en su palacio, de donde salió para ser sustituido por el nuevo virrey, conde de Cifuentes, austracista, que tomó posesión de la isla sin ningún enfrentamiento armado. En 1710 se intentaría la recuperación.

Tras la toma de Cerdeña, la flota inglesa se dirigió a Sicilia, donde el virrey, marqués de los Balbases logró parar el intento, debiendo retirarse la flota inglesa.

De vuelta a la península, el pirata Lake probó suerte con Menorca, donde con resultado no menos favorable que tuvo en Cerdeña, plantó el estandarte británico como hiciera Rocke en Gibraltar.

Entre tanto, los moros, con auxilio de ingleses, alemanes y holandeses, y con complacencia francesa, tomaron Orán en 1708.  Y las tropas francesas en Flandes perdían posiciones en beneficio de los ingleses

Señala José González Carvajal que en 1709, “los moros se habían apoderado de la plaza de Orán, cuya conquista hecha por Cárlos V, recordaba a España con orgullo: Cerdeña y las islas Baleares se habían rendido: las posesiones españolas de Italia, á excepcion de Sicilia, se hallaban en poder de los aliados, y en los Paises Bajos quedaban solo cuatro plazas. Parecía que se desmoronaban las principales partes que formaban la monarquía: los reinos de Aragon, Valencia y Murcia, aunque sometidos, favorecían secretamente al Archiduque; todas las fuerzas españolas reunidas no habian sido bastantes para arrojarlo de Cataluña; y ni la fidelidad ni el heroísmo mismo de los castellanos hubiera podido mantener á Felipe en el trono de España sin el auxilio de Francia.”

Terminando el año 1708, los alemanes tenían dominada Italia y exigían que el Papa Clemente XI reconociese como rey de España al Archiduque Carlos, algo que haría el año 1709, lo que ocasionó la expulsión del Nuncio Apostólico (no sin el permiso previo de Luis XIV) y fue el origen de largas disputas con el Vaticano. Mientras, Francia se mostraba cansada de la guerra, y un crudísimo invierno enfrió los ánimos de lucha en Luis XIV.

Así, las pérdidas fueron las siguientes: el ducado de Milán (1706), Nápoles (1707) y Cerdeña (1708). Del mismo modo, en Flandes los aliados se impusieron en Ramillies (1706), Oudenaarde (1708) y Malplaquet (1709), desvaneciéndose la presencia es¬pañola en aquellas tierras.

Luego, en 1713 llegaría el Tratado de Utrecht, en el que se confirmaría la fragmentación de los reinos hispánicos.

POsteriormente, en el tratado de Rastadt  de 6 de marzo de 1714 se dividirían las provincias italianas siendo asignada Sicilia a Víctor Amadeo de Saboya , y al archiduque Carlos la corona de Nápoles, Cerdeña, el Milanesado y los presidios de la Toscana. Todo conforme a lo marcado en el artículo segundo que reza: “Como el único medio que se ha podido hallar para asegurar un equilibrio permanente en la Europa ha sido establecer por regla que las Coronas de Francia y de España no puedan jamás ni en tiempo alguno juntarse en una misma cabeza, ni en una misma línea, y que perpetuamente estas dos Monarquías se mantengan separadas; y que para asegurar una regla tan necesaria para el reposo público, los príncipes que por su nacimiento pudiesen tener derecho á estas dos sucesiones, renunciasen solemnemente la una de las dos por sí mismos y por toda su posteridad, de modo que esta separación de las dos Monarquías se constituyese ley fundamental, y así fue reconocida en las Cortes juntas en Madrid el día 9 de noviembre de 1712, y confirmada por los tratados concluidos en Utrecht en 11 de abril de 1713…”

Pero antes de transcurridos tres años, Palermo, Catania, Trápani, Mesina y Siracusa  fueron retomadas para España por una escuadra al mando del almirante Leede, flamenco, cuyo control fue recuperado rápidamente por los aliados de la Cuádruple Alianza (Jorge I de Inglaterra, Luis XIV de Francia, los estados de Holanda y el Archiduque, ya emperador Carlos VI).

Víctor Amadeo tomó posesión del reino de Sicilia en 1713, arribando a bordo de barcos ingleses, y se mantendría hasta 1720, cuando pasó a ser rey de Cerdeña, siendo que no lo reconocían como rey los sicilianos, ni los príncipes ni las repúblicas italianas, y mientras, Carlos tomaba posesión de Flandes y se firmaba la paz con Estados Generales de los Países Bajos el 26 de Junio de 1714.

Sicilia y Nápoles pasaban al dominio del emperador Carlos VI; Víctor Amadeo se quedaba con Cerdeña, y el infante Carlos de Borbón, hijo de Felipe V (futuro Carlos III), los estados de Parma y Plasencia.

Los reinos de Nápoles y Sicilia serían reconquistados por Carlos a su homónimo germano.

No obstante, el posterior distanciamiento de Francia posibilitó que el 23 de Julio de 1717, el almirante Baltasar de Guevara saliese de Barcelona al mando de una armada compuesta por setenta y nueve embarcaciones destinadas a recuperar Cerdeña. Al mando de las tropas iba el marqués de Lede. La mitad de la escuadra, al mando del conde de Montemar llegó a destino el 9 de agosto, sin saber qué debía hacer. El día 16 bajaron a hacer aguada, y se preparaban para el asalto, cuando el día 21 apareció el resto de la armada, que portaba la orden secreta.

No sin lucha se tomó primero Sáser, tras lo cual, y según señala Nicolás de Jesús Belando, el virrey, Marqués de Rubí abandonó Cáller camino de Alguer, desde donde partió a Génova. Cáller sería tomada el día 4 de Octubre, mediante capitulación. El archiduque envió refuerzos, que fueron neutralizados por el ejército español. La isla quedó totalmente en poder español el día 29 de Octubre, con la toma de Alguer.

Tras la reconquista de Cerdeña se emprendió la de Sicilia, que por parte de Austria, Inglaterra y Francia seguía en disputa, y la corona de Víctor Amadeo no encontraba asiento seguro.

La sumisión manifestada por Felipe V no fue óbice para que guardase cierto resquemor; al respecto, F. Falsecchio señala que, en 1718, Felipe V, cuando por el cardenal Alberoni le fue propuesto pactar conservando Cerdeña  decía que “Por deferencia hacia mi abuelo y en el interés de la paz europea, he consentido los tratados de Utrecht, que me han sido dictados por un puñado de individuos guiados por sus intereses privados. No deseo someterme por segunda vez a sus imposiciones, puesto que Dios me ha puesto en una posición de independencia; no puedo someterme al juego de mis enemigos, suscitando la vergüenza, el escándalo y la indignación de mis súbditos.”

Y en muestra de ese desasosiego, el 19 de Junio de 1718 salió de Barcelona una armada compuesta de 433 naves, la mayoría de uso comercial, al mando de Antonio de Castañeta, con el objetivo de recuperar Sicilia.

El 29 desembarcaban las tropas, y el día 3 de Julio llegaban a Palermo. Relata Belando: “fe tomó la poffefsion de la Ciudad de Palermo con la mayor oftentacion, y lucimiento, manifeftando en ello sus Naturales el regocijo que tenían por la llegada de los Españoles.”  “Lo que ciertamente fucediò fuè, que rebofando de gozo los Sicilianos con la vifta de fus amados Españoles, los llamaban Redemptores.” 

Valsecchi, señala que “el 18 de junio de 1718, la flota española se hacía a la mar desde Barcelona. Las órdenes estaban selladas, para abrirse en alta mar. «Seicento vele, sei
leghe d'acqua coperte di navi. Che la benedizione d'Iddio sia con loro.» El 1 de
Julio desembarcó en Palermo. Ante los 33.000 expedicionarios, las exiguas guarniciones piamontesas quedan reducidas dentro de algunas fortalezas. La isla acoge a los invasores como libertadores, tal como se presenta en la proclama emanada en el momento del desembarco: restauradores de las antiguas libertades sicilianas contra la «tirannide» sabauda, defensores de la independencia siciliana contra el «tradimento» del rey piamontés, acusado de haber vendido la isla al Emperador.”

Los soldados, de distinta extracción, eran mayoritariamente italianos, y eran comandados por el marqués de Lede, noble de origen flamenco, y contaba con el apoyo de la población siciliana, que aportó los recursos humanos, materializados en trece regimientos, además de las milicias populares, que en el caso de la defensa de Mesina, y según relata Nicolás de Jesús Belando, “en 1719 fueron unos 6000 milicianos, que aumentan a 8000 otras fuentes. En Francavilla Mina no da un número exacto pero el embajador saboyano en Nápoles daba una cifra de 12.000 paisanos” .

Pero no eran esos los designios marcados por los que se perfilaban como los nuevos amos del mundo; los mismos que anegaron Europa en sangre en los siglos XVI y XVII mientras España les mantenía a raya dentro de sus feudos.

Consecuencia inmediata fue la ampliación de la Triple a Cuadruple Alianza, con la incorporación de Austria. La misma garantizaba Cerdeña para los Saboya, que abandonaban Sicilia a favor del emperador, y gracias a las buenas artes de Alberoni, la titularidad de Parma y Florencia para Carlos, el hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio.

La guerra contra Inglaterra se reinició en diciembre de 1718, y en enero de 1719, contra Francia. En el curso de estos acontecimientos, el hostigamiento de alemanes e ingleses, a mediados de Junio de 1719, consiguió la toma de Lipari, de donde partían constantes acciones de corsarios al servicio de España.

Una armada británica al mando del almirante Bings se dirigió a Sicilia, mostrándose amistosa hasta que hizo aguada en Málaga. Luego embarcó tropas alemanas, mientras enviaba cartas de amistad al marqués de Lede, que tenía dispersa sus tropas y su escuadra.   La armada inglesa, sin declaración previa de guerra (se declaró el 28 de Diciembre siguiente), llegó a navegar cerca de la española, hasta que, de improviso, comenzaron a disparar los cañones, en un manifiesto acto pirático, deshaciendo a la flota española en el cabo Passero, tras lo cual el aporte de tropas austracistas comenzó a llegar a Sicilia.

Esos eran los métodos a que estaban acostumbrados, y ahora se encontraban una España incapaz de cortar sus felonías. Deshecha la armada española, las posiciones ganadas fueron reforzadas con el aporte de soldados alemanes que eran transportados en la armada británica, y se inició una guerra en la que la infantería, la caballería y la artillería serían los protagonistas. En  medio de todo, y al lado de las armas españolas, continúa diciendo Nicolás de Jesús Belando, “los hombres mas rufticos, y la gente de el Campo mas inexperta, meneaban las armas con tanta deftreza como el arado” , llegando a producirse un enfrentamiento de gran envergadura conocido como la batalla de Francavilla, donde los ejércitos españoles, en gruesa inferioridad numérica, con soldados bisoños y milicianos locales sin experiencia guerrera, protagonizaron una memorable campaña ante un ejército veterano que venía curtido en una victoria en Hungría frente a los turcos.

No obstante, el destino estaba sellado. Tras dos meses y medio de sitio, tomaron los alemanes Mesina, donde fondeó el pirata Bings. Ya entrado el año 1720, la Cuadruple Alianza sentenciaba la evacuación de las tropas españolas de Sicilia y de Cerdeña.

Los territorios conquistados en Sicilia en 1718, a mediados del 1719 estaban casi todos en poder del emperador, mientras los franceses habían ocupado Guipúzcoa, y amenazaban por Cataluña, al tiempo que los ingleses habían saqueado Vigo.

Alberoni fue destituido el 5 de diciembre de 1719, y a principios de 1720, Felipe V se comprometía a evacuar Sicilia y Cerdeña, con la promesa lejana de recuperar Gibraltar.

En busca de recuperar las posiciones, pasados los años, en 1734, se firma el Primer pacto de familia entre España y Francia, y como consecuencia, España interviene en la guerra de Sucesión a la Corona de Polonia. Aprovechando esta situación, se ataca a Austria en sus dominios del Milanesado, de Nápoles y de Sicilia. El infante don Carlos, hijo primogénito de Felipe V e Isabel de Farnesio, se pone al frente de las tropas españolas y, tras una serie de rápidas victorias, es proclamado rey de Nápoles en 1734, con el nombre de Carlos VII, cuyo reinado se extenderá hasta 1759, cuando renunció al trono para poder acceder como titular de la corona de España con el nombre de Carlos III. Carlos se encontró un reino (el de Nápoles) en un estado de degradación de todos los órdenes, y dio paso a una serie de mejoras en la administración y la justicia, así como de las artes y de las ciencias, que resultaron muy beneficiosas para el país.

Carlos desarrolló una brillante labor administrativa, cultural y arquitectónica en el reino de Dos Sicilias, donde reinó durante veinticinco años, cuando debió dejar la corona en manos de su hijo Fernando, de ocho años de edad. La renuncia al trono de Nápoles, impuesta por los tratados internacionales, para poder acceder al trono de España, tuvo lugar el 6 de octubre de 1759, pero con esta renuncia quedaba manifiesta la intención de gobernar Nápoles desde Madrid, desarrollando a distancia las funciones de regencia. Relata Carlo Knight que “antes de marcharse, Don Carlos promulgó una «Pragmática» estructurada en cuatro puntos. En el primero Don Carlos constataba la «imbecilidad» del primogénito Felipe y la consiguiente transferencia al tercer hijo Fernando de la herencia de los Estados italianos, estableciendo la emancipación de este último de la potestad no sólo paterna, sino también soberana. En el segundo punto Don Carlos creaba el Consejo de Regencia, estableciendo que éste debería actuar según las modalidades especificadas en las «Instrucciones para la Regencia». Por tanto la «Pragmática» y las «Instrucciones» formaban una única ley. En el tercer punto establecía la obtención de la mayoría de edad de Fernando al cumplir los dieciséis años. En el cuarto, por último, instituía el futuro principio de sucesión, basado en la primogenitura y en el derecho de representación de la descendencia masculina de varón en varón…/… Don Carlos se reservaba, además del inapelable derecho de arbitraje, el poder de decisión en todos los asuntos de cierta importancia. Al Consejo le quedaba sólo la ordinaria administración. Sería Don Carlos, con sus «oráculos» desde Madrid, el verdadero regente. ”

Fernando se dedicaba más a la caza que a otras funciones, y su mujer, María Carolina de Austria se hizo con el control de la política, apartándose de España y acercándose a Inglaterra. Acabaría huyendo con motivo del avance de Napoleón, quién proclamó la república napolitana. Maria Carolina y Fernando se guarecieron bajo el manto del pirata Nelson, que asolaba las costas.

El 21 de Septiembre de 1805 se firmó en París la Paz, en la que Dos Sicilias se comprometía a la neutralidad, y el 26 de Octubre firmaba otro tratado en Viena con Inglaterra, Rusia y Austria, contra Francia, tras lo cual fue ocupado el territorio por tropas aliadas, pero ante la embestida de José Napoleón, abandonaron sus posiciones y embarcaron… Y luego también embarcó Fernando. Entraron las tropas francesas en Nápoles el 14 de Febrero de 1806. José Bonaparte sería nombrado rey, cuyo título abandonaría por el de rey de España el 2 de Julio de 1808. En su lugar, también a título de rey, sería nombrado Joaquín Murat, que reinaría hasta 1815 y sería ejecutado después.

Resumiendo: El sentimiento de pertenencia a un proyecto común con España siempre fue manifiesto en Italia. Al respecto, señala Marina Torres Arce que “La clave del mantenimiento del dominio español sobre los reinos del sur de Italia no estuvo tanto en su capacidad militar, ya bastante mermada en la segunda mitad del siglo XVII, como en la lealtad latente en el seno de las masas sociales y en la existencia de potentes redes de interés entre la Monarquía y los grupos dominantes del Mezzogiorno.” 

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