Desde la antigüedad se ha venido generando legislación relacionada con el mar, siendo que el 1 de diciembre de 1283 y en el Reino de Aragón fue creado por Pedro III el primer tribunal mercantil de los reinos de las Españas, el Tribunal del Consolat del Mar, cuya misión sería atender y juzgar los asuntos que pudiesen surgir entre mercaderes y hombres de mar. Luego, ese ejemplo fue seguido por Sevilla, Bilbao, Burgos, San Sebastián o Málaga, y ya en la Edad Moderna, con motivo del descubrimiento de América, con las oportunas variaciones motivadas por el tiempo y por la nueva situación económica y política, se creó en Sevilla el nuevo Consulado de Comercio destinado a regular el tráfico comercial, y tras Sevilla vendría México de forma destacada, para posteriormente ejercer funciones similares los Consulados de Veracruz, Guadalajara (de Nueva España), Lima, Buenos Aires, Cartagena de Indias o Santa Fe.
Centramos nuestra atención en el Consulado de México merced a la importancia que alcanzó al encontrarse en el centro del comercio mundial producido en especial desde finales del siglo XVI, siendo que su influencia era indiscutida desde Manila hasta Cádiz.
Dada la importancia comercial alcanzada por México, en 1592 se presentó indispensable la creación del Consulado de Comerciantes siguiendo el modelo del Consulado de Sevilla, culminando las aspiraciones que los mercaderes mexicanos comenzaron a exponer desde el año 1580, y que se materializaba en el afianzamiento de una estructura mercantil que crecía al calor de la Carrera de Indias, y lo hacía dotada de un espacio de justicia privativa que serviría para agilizar la resolución de contenciosos en el seno de la corporación. Unidos en gremio, los dirigentes ejercían el monopolio de representación de todos los comerciantes.
Y al tratarse de una institución dotada de fuero judicial, México pasó a ser el verdadero puerto mercantil de la Nueva España, superando el papel preponderante que desde la llegada de Cortés había tenido Veracruz.
Su aprobación fue un acierto que se desarrolló como una de las corporaciones más poderosas de Nueva España, desde su fundación en 1594 hasta su disolución en 1827.
Los estatutos señalaban que sus miembros debían ser residentes en México y ser mayores de veinticinco años, y debían tener tienda física donde vendiesen productos asiáticos, españoles o europeos. El gobierno del consulado sería el encargado de elaborar las ordenanzas de conformidad con las del Consulado de Sevilla, tras lo cual, habiendo señalado la creación de un representante en la Corte y un agente en Sevilla, en 1603 quedaron redactadas las ordenanzas definitivas y con ellas el título de Universidad de Mercaderes de México.
Su financiación se basaba en la recaudación del conocido como impuesto de mar o de avería, que se cobraba a los mercaderes, a las mercancías y a los pasajeros que pasaban a Indias, y correspondía a una cuota proporcional al valor de lo transportado por la embarcación. El producto obtenido se destinaba a pagar los gastos de defensa de las flotas, que se concretaba en armamento y soldados a bordo de los navíos y en las flotas encargadas de proteger la carrera de Indias.
Pero el poder del Consulado excedía los términos señalados, siendo que si no de manera continuada, si de forma alternativa durante la vida del consulado, tuvo a su cargo también la recaudación de la alcabala, que era el tributo pagado por el vendedor de un bien que no hubiese sido producido por los indígenas o por los eclesiásticos, ya que éstos se encontraban exentos de imposición, como también estaban exentos otros elementos como el grano, el pan, los libros o los caballos.
No era gratuita la concesión del cobro de las alcabalas. La Monarquía tenida unas elevadas necesidades financieras que el Consulado podía suministrar como ingresos fijos o como financiaciones que en no pocas ocasiones se efectuaban a tipo cero de interés, y era el virreinato la autoridad directa con la que el Consulado trataba.
En la práctica nos encontramos con un virreinato extenso y autónomo que contaba con una institución de carácter semi privado cuyas funciones eran las relativas al trato de mercaderías: compras, ventas, pagos, trueques, seguros, empréstitos, deudas, fraudes, quiebras, concursos de acreedores…, teniendo la responsabilidad de vigilar el cumplimiento de los contratos y la aplicación de las sanciones.
Tenía encargada la vigilancia y control de los bienes de mayor demanda así como la financiación minera de la producción de plata. Y en torno a esa responsabilidad de vigilancia, asumió la responsabilidad de la defensa de México y de su conexión con Veracruz. También atendió el requerimiento de reparar las calzadas de acceso a México cuando fue requerido por el virreinato.
Todo al fin entraba en el ámbito de la vida comercial. Pero evidentemente, el asunto más importante para un Consulado de comerciantes, lógicamente era el comercio, y en este asunto, nada tan productivo como el control del Galeón de Manila.
El comercio del galeón tuvo inicio el año 1565 y fue controlado en Manila por los mercaderes chinos que importaban productos de la China, y en México por los mercaderes agrupados en el Consulado.
El comerció, que desde sus inicios tuvo un florecimiento que crecía en cada viaje, conoció un estancamiento en 1635 cuando la Corona envió un visitador, Don Pedro de Quiroga, con el fin de investigar el contrabando que manifiestamente se estaba produciendo. Pero la medida dio lugar a una tensa situación entre las partes, con el considerando de respetar los principios jurídicos de la Corona, que reconocía la diversidad jurídica basada en las instituciones (virreinatos, reinos, provincias, cabildos, audiencias, gremios, consulados, etc), cuya soberanía procedía de sus propias leyes, fueros y privilegios.
Pero para 1630 la Corona, y más concretamente su valido, Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, cayó en la cuenta de lo que la voz popular era consciente desde hacía mucho tiempo: Alrededor del Galeón de Manila giraba una gran economía, y a su sombra, una economía sumergida, fuera de todo control.
La penuria financiera de la Corona instó al conde duque a esgrimir el arma que nunca antes había sido utilizada con el Galeón de Manila: en 1635 ordenó una inspección, la de Pedro de Quiroga, que desencadenó una grave crisis al ordenar el embargo de todas las mercancías llegadas en el Galeón de aquel año a Acapulco, lo que acarreó un conflicto de primer orden con el Consulado, que paralizó el comercio del Galeón y llevó el asunto al Consejo de Indias, donde se inició un proceso que finalmente sería resuelto con la asunción del pago de 600.000 pesos por parte del Consulado como compensación del fraude llevado a cabo; importe que se vería finalmente incrementado en otros 300.000 pesos.
Fue una batalla jurídica en la que finalmente fue el propio consulado quién propuso la forma de recaudar los 900.000 pesos entre sus miembros.
Debemos hacernos una idea de lo que era 900.000 pesos; para ello es conveniente señalar que el abogado del Consulado encargado de negociar tenía un sueldo anual de 200 pesos, lo que nos viene a señalar que estamos hablando, a valor de hoy, de unos 200 millones de euros.
Como vemos, la relación de la administración con el Consulado era en ocasiones tensa, en ocasiones fluida, y si por una parte los comerciantes podían llevar a cabo acciones no estrictamente legales, por otra eran capaces de hacer un aporte de 900.000 pesos.
Y en ocasiones, y particularmente a lo largo del XVIII, llegaron a solicitar cosas en principio tan peregrinas como el retraso en la salida de las flotas al objeto de evitar la saturación del mercado.
El Consulado de México, así, fue un medio eficaz de control del tráfico comercial, primero complemento del Consulado de Sevilla y luego reflejo del poderío comercial de la Nueva España, cuyas funciones acabaron destacando entre todos los Consulados, y fue muestra de la autonomía económica de los distintos virreinatos, entre los que el de la Nueva España brilló con luz propia y sirvió de apoyo efectivo al conjunto de la Patria Hispánica.
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