Jamás existió "la feliz convivencia de las tres culturas", tal como repite el discurso políticamente correcto. El Islam se comportó con las otras dos culturas, la judía y la cristiana, con dos conductas que iba alternando: la presión y la represión.
Cuando Omar Ben Hafsún se alzó, el hartazgo entre la población hispana y berberisca hacía tiempo que estaba colmado. Sólo hacía falta el héroe, porque mártires ya los había habido por millares.
El mito de las tres culturas sólo es un recurso de políticos actuales anclados en el pensamiento Alicia, según feliz expresión del catedrático Gustavo Bueno. El mito de las tres culturas únicamente sirve para el desarme y la entrega de Occidente en manos de unos fanáticos teócratas. La historia lo niega, pero pese a ello ese sentido frívolo de la existencia que caracteriza a todos los tiempos de decadencia hace que se repita como un tópico sin saber qué se está diciendo, sin base documental alguna.
En "El primero de los insurgentes", Cesáreo Jarabo Jordán recoge lo que las mismas crónicas árabes decían del caudillo hispano, pues son los árabes quienes han dejado los principales testimonios de este héroe hispano cuya mayor prueba de su delito descubrieron al desenterrar su cadáver y comprobar que había sido inhumado conforme al rito cristiano. Su cadáver fue crucificado entre un perro y un cerdo en Córdoba y su hija sería mártir años después a manos del "culto" Abderramán.
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