martes, octubre 20, 2015

Érase una vez...

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En un tiempo muy, muy lejano, existían tres aldeas que se disputaban los animales del bosque; cada una de ellas veía en las otras dos, a unos temibles rivales con los que no se podía convivir, sino tan sólo pelear.

Los animales del bosque eran considerados propiedad privada por cada una de las aldeas, y estimaban que su caza por parte de los otras dos era un robo de su propiedad que sólo podía ser respondido con la guerra.

Tan era así, que no pasaba año sin que unos y otros llegasen a las manos. Afortunadamente los daños materiales no eran muy grandes, pero los espirituales ahondaban cada día más sus diferencias y sus odios.

Ciertamente, muchachas de una aldea y muchachos de otra, aunque de manera muy ocasional, entablaban relaciones que acababan felizmente… pero sólo a medias, pues en cada ocasión significaba que uno de ellos rompía relaciones con su aldea de origen.

Transcurrieron los años, y llegaron los romanos, quienes los conquistaron, los civilizaron y los emparentaron abiertamente, al tiempo que aportaban su propia sangre.

Se llegó a una situación en la que la caza dio paso a la agricultura y a la ganadería. Las tres aldeas, conservando su idiosincrasia, evolucionaron, crecieron, se culturizaron y se hicieron más amables.

Los buenos tiempos traídos por los romanos propiciaron un importante desarrollo de las actividades humanas… y de las actividades económicas.

Aldea la Alta se especializó en la manufactura de todo tipo; alfarería, carpintería, etc., y exportaba a sus otras dos aldeas hermanas los adelantos obtenidos con su trabajo.

Aldea la Media se especializó en el cultivo de la tierra, y su bien hacer proporcionaba cereales y frutas para el mantenimiento de las tres aldeas.

Aldea la Baja se especializó en la milicia, y con su bien hacer se garantizaba la seguridad de las tres aldeas ante las injustas aspiraciones de los ultramontanos.

Además, en las tres aldeas se desarrolló la ganadería porcina de un modo más que interesante; de forma y manera que se autoabastecían y producían tanto para el ejército como para exportarlo fuera de sus límites.

Con el tiempo, los criadores de cerdos se convirtieron en la clase poderosa de las tres aldeas. Tenían intereses comunes, se entendían a la perfección, y todas las actividades las desarrollaban en una dirección que les producía beneficio propio; beneficio que en ocasiones repercutía en los demás, pero esto era algo secundario; sobre todos los beneficios, los que motivaban la existencia de los criadores de cerdos era su propio y exclusivo beneficio.

Así, Aldea la Alta producía los jamones de mayor calidad, que eran estimados por quien los probaba.

Aldea la Media producía unos exquisitos chorizos que comercializaba tiernos, en aceite y en otras variantes que le proporcionaban una innegable prosperidad.

Aldea la Baja se especializó en la crianza del cochinillo, que llegó a hacerse famoso en los confines del Imperio.

De todos los productos pedían suministro en la mismísima Roma.

Todo iba sobre ruedas hasta que, en un aciago día, cayó el Imperio.

Entonces, los criadores de cerdos, en vez de colaborar con sus compatriotas, pactaron con el enemigo.

Durante largo tiempo sometieron a las tres aldeas, y como los invasores estimaban que el cerdo era un animal inmundo, se prohibió la crianza del mismo, lo que conllevó una gran necesidad y miseria a todos.

Entonces, los criadores de cerdos, que continuaban manteniendo el poder, persiguieron a quienes antes eran sus “amigos”. Renunciaron a toda la cultura de su pueblo, y persiguieron a quienes no hicieron lo mismo.

Las aldeas, en su miseria, comenzaron a luchar contra el invasor y contra quienes habían renunciado a su ser, y acabaron expulsando, un bendito día, a los invasores.

Todo iba sobre ruedas. Aldea la Alta continuó con sus estupendas manufacturas, que volvían a ser apreciadas por todos los confines. Aldea la Media volvía a producir cereales suficientes para mantener a toda la población, y los soldados de Aldea la Baja podían garantizar la seguridad de los demás.

Los criadores de cerdos habían vuelto a ser poderosos, y también se beneficiaban de la situación

El mejor momento de las Tres Aldeas había llegado. Sin perder su identidad se sabían miembros de una comunidad superior, capaz de extender por el Mundo la Justicia y la Libertad que ellos mismos tenían.

Los soldados de Aldea la Baja no defendían a Aldea la Baja, sino al ente superior del que se sabían miembros. No renunciaban a su Aldea, pero sabían que algo superior era lo único por lo que merecía la pena luchar y morir.

Los labradores de Aldea la Media se sentían orgullosos de poder servir con sus productos a una Empresa de mucha mayor envergadura que los estrechos límites de su Aldea, a la que tanto querían con un cariño irracional, pero lógico, pero se sentían felices al saberse parte de una colectividad mejor, que les enriquecía en todos los sentidos, y principalmente en el espiritual.

Los artesanos de Aldea la Alta, como no podía ser menos, se sentían pletóricos al saber que sus soldados, los naturales de Aldea la Baja, iban por el mundo vestidos y armados con las prendas producidas en Aldea la Alta. Y todo, porque sabían que su función era una función superior, con una meta superior… Expandir por el Mundo entero la Verdad, la Justicia y la Libertad.

Así, los soldados, que ya no eran de Aldea la Baja, sino de una comunidad superior, conquistaron nuevas tierras; sometieron nuevas gentes, como antes lo hicieran los romanos: civilizando, liberando, culturizando, cristianizando…

A esas nuevas tierras acudieron, como a propia tierra, los habitantes de Aldea la Alta y Aldea la Media. Todos como hermanos. Y todos, hermanándose con las nuevas gentes que iban a civilizar… Y civilizaron.

Así, los nuevos pueblos conquistados supieron de las ventajas aportadas en el terreno de la agricultura, de la ganadería, de la industria…, y los antiguos aldeanos, ya en un estadio superior, a cambio de ese estadio que también transmitieron a los nuevos pueblos, tomaron aspectos de la cultura, de la industria y de la agricultura de los nuevos pueblos.

¿Dónde estaba el espíritu de Aldea la Alta, Aldea la Media y Aldea la Baja? Diluído en un gran Imperio, Justo, Libre y Cristiano.

Y así pasaron siglos, y desarrollaron la poesía, y la navegación, y la botánica, y la literatura, y el derecho…

Pero como el Demonio, y los criadores de cerdos, todo lo revuelven, llegó el día en que la grandeza conquistada se convirtió en nada. La fuerza desapareció; el valor se esfumó; el empuje se deshizo; la valentía se convirtió en pusilanimidad… Y los criadores de cerdos en amos de todo lo existente.

Cuando se llegó a ese extremo, quienes ante se habían convertido en hombres libres y libertadores, nuevamente se convirtieron en aldeanos.

Los de Aldea la Alta volvieron a encerrarse en sus límites, a seguir fabricando sus manufacturas que dejaron de ser elementos unitivos y se convirtieron en elementos de fanfarronería cuyo mejor destino era el de ser rotos… aunque realmente eran muy bonitos.

Los de Aldea la Media siguieron con el cultivo de sus campos, pero su producción bajó tan radicalmente como los otros productos en las otras aldeas, y los precios se elevaron espectacularmente, con la sola intención de fastidiar a las otras dos aldeas.

Y Aldea la Baja, también encerrada en su propia miseria, para no desmerecer a las otras dos aldeas, vendía a sus hombres como cuerpos de seguridad que no creían en nada ni en nadie, y que sólo se aseguraban a sí mismos… y a los criadores de cerdos.

Porque los criadores de cerdos seguían ahí, omnipresentes, con sus granjas repartidas en las tres aldeas, dando, ciertamente algo de beneficio real a los aldeanos, pero sobre todo, sacando tajada en todas las circunstancias.

Y lo que resultó más curioso, es que popularizaron, para uso de las personas, las situaciones de los cerdos: Nada de moral. Limpieza sí; hasta las granjas estaban limpias. Pero, ¿qué se hacía con los purines?… Sencillamente destilarlos y darlos a beber a la propia gente, y todo porque su asimilación eliminaba del alma de sus consumidores la capacidad de querer ser libres.

La situación parecía eterna; los criadores de cerdos se sentían orgullosos de su labor; tenían controladas a las tres aldeas, cada una encastillada en su propio aldeanismo, y con ello se garantizaban el propio poder.

Tanto, que impusieron como beneficioso que la gente no tuviese hijos, y los evitase de cualquier manera: no teniéndolos, o llegado el caso, asesinándolos en el vientre de su madre.

Y consiguieron el objetivo.

Pero de pronto, los propios criadores de cerdos observaron que, llegando a los términos que llegaron esas medidas, se quedaban sin gente que explotar.

Cierto que las aldeas eran, cada día, más aldeanas, pero se aceleraba su disminución física. La mano de obra amenazaba con desaparecer.

Al propio tiempo, dentro de los mismos aldeanos volvió a surgir la gran pregunta: ¿qué nos está pasando?

Y comenzaron a reunirse de una y otra aldea, a espalda de los criadores de cerdos, para intentar averiguar qué les estaba pasando.

Y llegaron a acuerdos, y convinieron que los criadores de cerdos eran los enemigos públicos que había que combatir, y se pusieron manos a la obra en la ardua tarea de regenerarse y de volver a ser lo que tiempo atrás, cuando los criadores de cerdos estaban sometidos, y todos juntos, como auténticos hermanos, habían conseguido ser.

Y a esa función se dedicaron, consiguiendo, no sin trabajo duro, someter a los criadores de cerdos y recluirlos en el sitio que deben estar.

Y volvieron a estar unidos, y volvieron a ser grandes y libres, sin renunciar a sus peculiaridades, pero entregados, como antes, a una tarea común superior.

Cesáreo Jarabo

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