Cesáreo Jarabo
La batalla de las Navas de Tolosa es de especial importancia para la Reconquista, y un hito en la Historia de la Humanidad.
Para llegar a la misma debieron concurrir una serie de hechos: la caída del imperio almorávide propiciada por los almohades; el avance de los reinos hispánicos a costa de las segundas taifas; la proclamación de la yihad en el mundo islámico para combatir a los reinos hispánicos, y finalmente el espíritu de cruzada existente en Roma y en el mundo europeo, que más centrado en el pillaje y en el Medio Oriente, se daba cuenta que en España existía una cruzada secular que no había sido atendida más que por los españoles… Al fin, a pesar de la predicación de cruzada por toda Europa, la batalla decisiva, la de las Navas de Tolosa, sería un acontecimiento estrictamente español. España, en 1212, como en el 721, salvaba a Europa de la barbarie musulmana.
Los castellano-leoneses conquistaron la cuenca del río Tajo y Almería. Por su parte, las tropas portuguesas tomaron Lisboa, Santarem, Almada y Setúbal (1139-1147). Por otra parte, los aragoneses ocuparon el valle del río Ebro, en el año 1149.
Los almohades surgieron en Marruecos en el siglo XII, como reacción a la relajación religiosa de los almorávides, que se habían hecho dueños del Magreb, pero habían fracasado en su intento de revigorizar los estados musulmanes y tampoco habían ayudado a detener el avance de los estados cristianos en la Península Ibérica. El nombre castellano deriva de al-Muwahhidūn ( الموحدون ), que significa «los que reconocen la unidad de Dios», denominación que alude a la insistencia fundamentalista que su fundador puso en la absoluta unicidad de lo divino. Desembarcaron desde 1145 en la Península Ibérica y trataron de unificar las taifas utilizando como elemento de propaganda la resistencia frente a los cristianos y la defensa de la pureza islámica. En poco más de treinta años, los almohades lograron forjar un poderoso imperio que se extendía desde Santarém en la actual Portugal hasta Trípoli en la actual Libia, incluyendo todo el norte de África y la mitad sur de la Península Ibérica, y consiguieron parar el avance cristiano cuando derrotaron a las tropas castellanas en 1195 en la batalla de Alarcos. A principios del siglo XIII había conseguido alcanzar su máxima expansión territorial con la sumisión del actual territorio tunecino y la conquista de las Baleares.
Conquistatada toda Al Andalus por los almohades, empezada a urdirse el verdadero destino de éstos: la acometida al mundo hispánico. Su empuje quedó más que manifiesto en la derrota que infligieron a las tropas de Alfonso VIII en Alarcos (Guadalajara) el 19 de Julio de 1195, destruyendo las expectativas del rey castellano, a quién con la derrota se le impidió terminar lo que estaba organizando: una ciudad amurallada como avanzada de la Reconquista. Una gran batalla contraria a los intereses del rey castellano, que a punto estuvo de costarle la vida, y en la que se enfrentó a un enorme ejército almohade apoyado por los rivales leoneses de Alfonso VIII, entre los que destacaba la casa de Castro, y cuyo general era Pedro Fernández de Castro.
La derrota en Alarcos aportó nuevos sufrimientos, ya que durante los dos años siguientes, los musulmanes razziaron a su sabor el reino de Toledo.
Tras la derrota de Alarcos, Alfonso VIII se planteó la revancha, que fue meditando y combinando con los enfrentamientos con los otros reinos cristianos, hasta que finalmente, el arzobispo de Toledo consiguió la proclamación de la Cruzada. Las épocas de paces pactadas con los árabes posibilitaban el fortalecimiento militar de los contendientes. Pero llegaba el fin de las mismas.
Así, en 1211, el almohade Muhammand Al-Nasir, llamado por los cristianos "El Miramamolin", preparó un gran ejército amenazando a los reinos cristianos. Ambicionaba ocupar completamente la Península Ibérica. El califa logró reunir un ejército de 125.000 soldados bien pertrechados y muy fanatizados. La caída de Salvatierra en manos de los Almohades, alarmó a toda Europa.
Pero Al Nasir, convencido de su victoria, daba rienda suelta al maltrato de sus propias tropas. Cuenta un narrador musulmán anónimo que Al Nasir “procedía con lentitud en sus marchas, y el común de los soldados llegó a sufrir tal escasez, que aquello equivalía a una derrota completa. Al Nasir no hacía caso de las fatigas de que se le daba cuenta, hasta que llegaron a un punto en que se acabó el amor y nació el aborrecimiento; se agotaron las provisiones estables y las pasadas, y la amistad se secó con la prolongación del odio.” Las formas aplicadas sobre los soldados eran tiránicas, lo cual contrastaba con las formas aplicadas por los reyes hispánicos.
El 3 de Junio de 1212, en un acto tiránico, mandó ejecutar a los gobernadores de Ceuta y de Fez, y por este hecho “los almohades no se esforzaron, ni se portaron bien en esta expedición, por causa del castigo que Al Nasir impuso a los jeques almohades y por haberlos condenado a muerte.”
En 1212 el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, logró del papa Inocencio III la proclamación de Cruzada para la lucha contra los almohades. La bula fue cursada a Alfonso VIII de Castilla, y fue complementada con otra en la que amenazaba de excomunión a quién atacase un reino cristiano que se encontrase involucrado en la cruzada contra los almohades, en claro aviso al rey de León para que evitase atacar Castilla para recuperar las plazas anteriormente tomadas por Alfonso VIII. Jiménez de Rada, estuvo predicando la cruzada por Francia y en las iglesias de toda Europa animó a los creyentes a alistarse. En Europa existía auténtico pavor ante la posibilidad de una asonada árabe sobre su territorio, por lo que numerosos señoríos franceses respondieron al llamamiento del Arzobispo de Burdeos, el Obispo de Nantes, el Conde de Astarac, Theobald de Blazon 'Señor de Poitou', el Vizconde de Turena, el belicoso Arzobispo de Narbona, Arnau Amalric, entre otros.
Alfonso IX de León quería acudir a la batalla, pero puso como condición que le fuesen devueltas las plazas que tenía tomadas Castilla, por lo que no asistió en persona, aunque sí lo hicieron caballeros leoneses.
Alfonso VIII de Castilla fijó en Toledo la reunión de las tropas como punto de partida. A las tropas castellanas se les unieron las de Aragón y Navarra, así como un gran número de caballeros franceses, italianos y de otros países europeos. A la batalla no acudieron los reyes de León ni de Portugal, pero permitieron que sus vasallos se incorporaran a la batalla. De este modo, muchos leoneses, asturianos y gallegos participaron en la batalla.
De Europa, y en concreto de Languedoc, llegaron contingentes del ejército de Simón de Monfort, habituados a la lucha en la cruzada contra los albigenses, que en ese momento estaba en marcha, importando los métodos allí aplicados: Asaltaron la judería de Toledo, y cuando fueron expulsados de la ciudad, devastaron allí por donde pasaban, haciéndose sentir especialmente en Alcardete.
El cronista musulmán relata el hecho de otra manera: “los infieles entretanto se reunían en Toledo, como langostas, por su número y por los daños que habían de hacer; el señor de Castilla los trataba con afecto y paciencia, permitiéndoles devastar sus tierras y comprándolos con los bienes de sus súbditos y soldados.”
Alfonso VIII se presentaría a la contienda con 50.000 hombres comandados por Diego López de Haro, V señor de Vizcaya. Sancho VII de Navarra, Pedro II de Aragón y Alfonso II de Portugal aportarían 20.000 hombres: 30.000 ultramontanos acudieron a la batalla con espíritu poco batallador, y las órdenes militares acudieron como combatientes que no volvían la espalda y no obedecían sino al Papa. Ahí estaban los Maestres de las Órdenes del Temple y de San Juan de Jerusalén, así como numerosos caballeros de las Órdenes de Calatrava y Santiago. Por su parte, el rey de León y Galicia, Alfonso IX (1188-1230) condicionó su participación a la devolución de ciertas plazas arrebatadas por los castellanos y, lejos de unirse a la campaña, aprovechó la concentración de tropas en Toledo para atacar la región de Tierra de Campos; no obstante, sí acudieron a la cita importantes contingentes de caballeros leoneses. Los musulmanes presentaban un ejército cuyo número los historiadores hacen oscilar entre 120.000 y 400.000 hombres.
El rey de Navarra, debido al enfrentamiento que tenía con Alfonso VIII, no se decidió a participar en la contienda hasta que Arnaldo Amalarico, obispo de Narbona, lo convenció. Esto lo relata el mismo Amalarico
Los cronistas árabes dicen: “Llegaron los siervos de la Cruz de todo desfiladero profundo y de todo país lejano, acudiendo día y noche de las cumbres de las montañas y de las playas de los mares; fueron los primeros en acudir los francos, que se extienden por las regiones del este y del norte; siguiólos el barcelonés con lo que disponía de hombres y socorros; el rey de Navarra estaba sometido a la protección de los almohades y recibía socorros pecuniarios de ellos con gran largueza; pero maldíjolo el señor de Roma, si no guerreaba al lado de su gente y se unia a los príncipes de su religión.”
La batalla de Las Navas de Tolosa, llamada en la historiografía árabe Batalla de Al-Uqab, finalmente enfrentó el 16 de Julio de 1212 en las inmediaciones de la población jiennense de Santa Elena al ejército aliado en una actuación que puede entenderse como la primera iniciada por quienes, juntos, constituían España, contra el ejército numéricamente superior del califa almohade Mohamed Al Nasir (Miramamolin). Saldada con una importantísima victoria del bando cristiano, esta batalla fue el punto álgido de la Reconquista y el principio del fin de la presencia musulmana en España.
La financiación de la empresa, en un 66 % estuvo a cargo del tesoro castellano y el resto por parte de la Iglesia. De todo el reino llegaron a Toledo armas, caballos y provisiones.
Malagón, Calatrava y Alarcos… Tres plazas que había perdido la orden de Calatrava tras el desastre de Alarcos (único baluarte cristiano al sur del Tajo) ocurrido en 1195, exactamente el 19 de Julio, eran recuperadas 17 años más tarde. La cruzada partió de Toledo el 19 de Junio, y llegó a Malagón el día 24. Quizás enfervorizados por la festividad del evangelista del Apocalipsis, los ultramontanos la atacaron enseguida. Lo hicieron con tal furia que en menos de una hora estaba tomada la villa, a la que saquearon en profundidad. Pero querían más: las riquezas que debían esconderse dentro del castillo, en lo alto, lo único que resistía. Así, pues, se pasaron toda la noche atacándolo por arriba y por abajo, minando la base de las cuatro torres laterales con el fin de colocar leños debajo y prenderles fuego para provocar su derrumbamiento. Tomadas, finalmente, esas torres, resistió la central, más alta y poderosa, donde se había refugiado el alcalde de la fortaleza con dos hijos suyos, aún protegidos por una aguerrida guardia. Pero, antes de que terminara la noche, el alcalde capituló, con la condición de que se respetase su vida y la de sus hijos; los demás quedaban a merced de los asaltantes. Pensó él que los canjearían por dinero, o que los convertirían en esclavos, empleándolos como porteadores o artesanos para el resto de la campaña. En cambio, los salvajes ultramontanos, acostumbrados en su tierra a las crueldades de la guerra contra los albigenses, degollaron a casi todos. De esto da noticia el obispo de Carbona, Arnaldo Amalarico, sin utilizar los adjetivos tratados.
La actuación de los ultramontanos en Malagón, como lo acaecido en Toledo, no estaba en orden a lo previsto por Alfonso VIII, que llegó dos días más tarde a la fortaleza y contempló horrorizado el espectáculo dejado por los tramontanos. Esa no era la batalla que quería el rey de Castilla, había que negociar de otra manera. Empezaron los roces entre los cristianos españoles y los extranjeros.
Tras Malagón, Calatrava. Tres días de asedio bastaron para acabar con la mitad de los defensores y la rendición del resto. Pero antes, las tropas se encontraron con un regalo de los musulmanes: unos “estrumentos de fierro que sembrauan por la tierra a danno de los cristianos, et eran fechos a manera de obroios, et llamales la estoria ‘cardos de fierro’ et sembráronlos et echároslos por todas las passadas del rio de Guadiana” .
La fortaleza de Calatrava era de tal categoría que los cristianos discutieron sobre la conveniencia de atacarla. Finalmente lo hicieron y fue entregada a los monjes calatravos, que anteriormente la habían perdido ante las tropas de Miramamolín. Todo lo hallado en ella fue entregado a los ultramontanos.
Treinta y cinco caballeros árabes escaparon con vida del sitio, perdonados por Alfonso VIII, y marcharon con Miramamolín (Mohamed Al Nasir) en medio del disgusto de los ultramontanos, partidarios de pasarlos a cuchillo. Este hecho significó su defección de la campaña, aunque finalmente su deseo fue cumplido por parte de Miramamolín, que no les perdonó la rendición y mandó degollarlos. Acto seguido, el grueso del contingente ultramontano abandonó la campaña y volvió a sus lugares de origen, poniendo como excusa la magnificencia otorgada a los vencidos. Poco perdía el ejército cruzado al ver marchar un contingente compuesto por soldados, mujeres, niños y enfermos. La cuestión sería lo que debía ser: un asunto estrictamente español.
Casi 30.000 ultramontanos (sólo eligieron quedarse 150 caballeros del Languedoc con el obispo de Narbona a la cabeza) mermó en buena medida las huestes cristianas, pero el ejército restante de 70.000 hombres seguía siendo uno de los más grandes que se habían visto en aquellas tierras. Aproximadamente se marcharon un 27 % del total del ejército. El obispo de Narbona señala que el número de los que se retiraron ascendía a 50.000.
Pedro II de Aragón quiso castigar la defección, pero Alfonso VIII estimó la misma como más conveniente para la campaña. El día 6 de Julio se tomó Alarcos, y el día siete llegaban las fuerzas a Salvatierra, que se había perdido el año 1211. Mientras, Al Nasir se ocultaba en la sierra, por lo que los reyes hispánicos plantearon una estratagema: volver, supuestamente, para castigar a Alfonso IX de León.
En las estribaciones de Sierra Morena estaba el ejército enemigo, esperando que la desmoralización y la falta de avituallamiento cundiese entre los españoles. Y no había para menos, tan sólo un caballo de guerra necesita comer más de una arroba diaria de heno más otra media de avena o cebada; para beber, no pasa con menos de dos cántaros diarios. Pero es que, además de las monturas de guerra, en un ejército como el preparado para aquella expedición van también otras imprescindibles para carga y transporte. Con un caballero de la caballería pesada van cuatro monturas: además del destrier con el que combate, el caballero monta un palafrén durante el viaje y su escudero va en otro caballo, a los que se añade un jumento o mula cargando con las armas y bagajes de los dos hombres. En total, no menos de sesenta mil bestias. Si, obviamente, tenemos en cuenta la comida para los soldados ─a razón de tres libras diarias por persona─, para una expedición que durase un mes, debíamos llevar con nosotros casi cincuenta mil arrobas de comida, aunque mucho de ese peso fuese andante por tratarse de animales que se irían sacrificando. Parece, así, que la deserción de los ultramontanos resultó beneficiosa para la expedición, ya que las provisiones previstas para ellos quedaron con los que siguieron en la campaña.
Pero la situación geográfica era muy contraria al ejército español, que se vio ligeramente mejorada con la toma del castillo de Ferral, una hazaña menor llevada a cabo por “Lop Díaz et Sancho Fernández et Martín Munnoç, et los otros que con ellos yuan” ; una mejoría más ilusoria que real. Tal era la situación que llegaron a plantearse abandonar la campaña, hasta que un pastor de la zona les indicó una zona por donde podría avanzar el ejército. Abandonaron el castillo de Ferral, que nuevamente fur ocupado por los africanos, quienes interpretaron que las tropas cristianas daban media vuelta … Una nueva batalla de las Termópilas, pero en esta ocasión, en Despeñaperros, favorable a la civilización. El paso actualmente recibe el nombre de 'Paso del Rey', y desemboca en una gran explanada, entre las poblaciones de Miranda del Rey y Santa Elena. Las tropas españolas se situaron frente al campamento almohade.
Al Nasir entendió que con estos movimientos tenía cercados a los españoles, y llegó a enviar cartas a Baeza y a Jaén diciendo “que çercara III reyes et tenielos çercados, et auiensele a dar terçer dia”
Habían cruzado el estrecho(de Gibraltar) muchos hombres procedentes de las tribus bereberes de los masmudas, en la región montañosa del Atlas. Aparte de esos almohades propiamente dichos, se encontraban otras tribus bereberes, como los gomaras, lamtunas (base del anterior imperio almorávide) y masufíes.
Los 120.000 musulmanes instalaron su campamento en el Cerro de los Olivares o de las Viñas con un despliegue clásico de la época. La infantería al frente y la caballería ligera en los flancos.
El ejército árabe estaba encabezado por la infantería del Alto Atlas, tras los que se acumulaba un enorme ejército de voluntarios andalusíes cuya idea principal consistía en morir en el envite.
Tras esta masa de carne sin formación militar se situaba el ejército almohade con una potente caballería encargada de cubrir los flancos que estaba conformada por caballeros procedentes de todos los lugares del Islam, que habían acudido a la llamada de la Yihad.
Tras ellos, los temidos arqueros turcos a caballo, que ya eran conocidos por las fuerzas españolas; unidades de élite que atacaban sorpresivamente y salían huyendo, atrayendo a los españoles a nuevas emboscadas. Este tipo de lucha ya había sido aplicado en Alarcos.
Y finalmente, la guardia negra, compuesta por esclavos senegaleses que permanecían encadenados y dispuestos a morir en torno al sultán, que dirigía la operación desde el Castillo de Ferral, frente al desfiladero de la Losa.
El ejército almohade se preparó para la batalla en la calurosa jornada del día 14 de Julio intentando aprovechar el cansancio de las tropas españolas…e hizo lo mismo el día 15, al frente de la cual estaba el propio Al Nasir. Los españoles, observaban cómo se gastaban las fuerzas del enemigo, que lanzaba escaramuzas con la intención de provocar la batalla en el momento que más les interesaba.
El plan de combate de los reyes cristianos debía algo a la experiencia ajena, a los cruzados de Siria. Después del encuentro de Doriela, que enfrentó por vez primera en batalla campal a cruzados y turcos en 1097, los cristianos desarrollaron nuevas tácticas para evitar que las ligeras y ágiles tropas musulmanas los cercaran. Bohemundo, el gran táctico cristiano, ideó proteger los flancos del ejército con obstáculos naturales, conservar la formación cerrada para evitar el desmoronamiento de las líneas y sobre todo, mantener un cuerpo de reserva con el que atacar al enemigo cuando intentara cercar al cuerpo principal. En Palestina, la reserva era mandada por Bohemundo personalmente. En las Navas de Tolosa vemos a Alfonso VIII al frente del cuerpo de retaguardia. De la oportuna intervención de esta reserva, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, dependía el resultado de la batalla. Por tanto El punto fuerte del ejército sin duda eran la caballería pesada, el avance de dicha caballería en campo abierto era imposible de detener salvo por contigentes de caballería pesada o usando la táctica empleada por los musulmanes con arqueros ligeros a caballo (clave en la derrota de Alarcos años antes) la caballería pesada su principal dificultad es la maniobrabilidad .
El lugar elegido hacía difícil la actuación de la caballería ligera árabe.
El día 16 era el gran día. Don Diego López de Haro, cuya fama tan en entredicho había quedado en su momento por culpa de lo sucedido en Alarcos, pidió estar al frente de las primeras filas con sus consanguíneos (su hijo, López Díaz, y su sobrino, Sancho Fernández) y sus vasallos. Le fue concedido. Dirigiría, además, en ese cuerpo central a los ultramontanos que se habían quedado (las huestes del arzobispo de Narbona, más las de varios nobles de la diócesis de Vienne y de tierras de Poitou, como don Teobaldo de Blasón), más las milicias de Madrid. Tal como se había acordado la víspera, se colocaron también en el centro del dispositivo, aunque en la línea medianera, don Gonzalo Núñez de Lara con sus hombres, más todos los freires de las Órdenes Mlitares: los calatravos, bajo el mando de su maestre, don Rodrigo Díaz de Yanguas; los templarios y hospitalarios, a la orden de los suyos, Gómez Ramírez y Gutiérrez Ramírez, respectivamente; a los de Santiago los dirigía, a su vez, el maestre don Pedro Arias.
Como se había previsto el día anterior, en la retaguardia del cuerpo central se intercalaron también milicias concejiles: las bravas de Medina del Campo, las de Arévalo y las de Plasencia junto a las no menos esforzadas de Toledo, Valladolid, Olmedo, Cuéllar, Coca y Béjar.
En el lateral derecho se situó el rey de Navarra, Sancho VII el Fuerte, con su tropa ─entre los que destacaba su alférez Gómez Garceiz de Agoncillo─. En el izquierdo se situó el rey de Aragón con sus mesnadas; dispuso en la primera línea a su alférez, García Romero, al frente de los suyos; en la segunda, más poblada, a don Jimeno Cornel y a don Aznar Pardo, dirigiendo sus tropas respectivas. Para que pudiese contar con un número adecuado de combatientes, le habían sido proporcionado a Pedro II tres escuadrones más con las milicias de varias ciudades castellanas. El rey aragonés se colocó, igualmente, en la retaguardia de su flanco.
Entra en combate la caballería pesada y hace grandes estragos entre la infantería yihadista andalusí así como entre la infantería profesional, tras lo cual, la caballería pesada almohade retrocedió sin entrar en batalla.
El abanderado de castilla, el vizcaíno López de Haro, atacó frontalmente con miles de jinetes. El choque fue absolutamente brutal, y el golpe hizo daño en la vanguardia almohade. Esta operación obligó a un primero movimiento de retirada de las vanguardias musulmanas; pero más tarde los infantes musulmanes desorganizaban el ataque de la caballería y descabalgaban a los jinetes castellanos.
Era la táctica prevista por los almohades.
Entraron en acción, entonces, las líneas medianeras de los cuerpos castellano y aragonés. Cargan con fuerza. Mas no consiguen desbaratar las filas enemigas encaramadas en la pendiente, formadas por peones acorazados, con escudos y lanzas largas, y reforzadas por arqueros. A partir de ese momento se produce un fiero combate generalizado cuerpo a cuerpo. Nadie cede. Caen los hombres en uno y otro bando, pero no se avanzaba un paso.
Entran en lid las tropas de élite de los almohades; los voluntarios y arqueros de la vanguardia, mal equipados pero ligeros, simulan una retirada inicial frente a la carga para contraatacar luego con el grueso de sus fuerzas de élite en el centro. A su vez, los flancos de caballería ligera almohade, equipada con arco, tratan de envolver a los atacantes realizando una excelente labor de desgaste, y las tropas españolas flaquean, Al ver retroceder a los cristianos, los musulmanes rompieron su formación cerrada para perseguirles, lo que fue un grave error táctico. Esta peligrosa maniobra de los musulmanes, debilitó el centro del ejército almohade. Error táctico o maniobra habitual de los arqueros, que tantas veces, como en Alarcos les había resultado favorable. Pero fue justo este momento el que fue aprovechado por Alfonso VIII para acudir a la batalla.
Alfonso VIII dijo al arzobispo de Toledo: “arçobispo, yo et uos aquí morremos”. Et respondiol essa ora el arçobispo: “señor, fiemos en Dios, et mejor será; ca nos podremos más que nuestros enemigos, et uos los uençeredes oy”. El noble rey don Alfonso, nunca uençudo de coraçon, dixo: “uayamos apriessa a acorrer a los primeros que están en peligro”.
Alfonso fue seguido por los reyes de Aragón y de Navarra al grito de ¡Santiago y cierra España!, ante cuya acometida se produjo la gran desbandada agarena, dejando en solitario a Miramamolín con su escolta suicida.
Las tropas españolas saltan sobre las hileras de esclavos y Miramamolín, impelido por su hermano Zeyt Abozecri, sale huyendo a uña de caballo hasta Jaén. Sancho fue el primero en acometer la tienda del tirano. A partir de ese momento comienza la persecución de los desventurados moros, que emprenden una huída como la de su tirano. Los hombres de Sancho fueron matando uno a uno a los miembros de la guardia y rompieron las cadenas de circundaban la tienda .
Hasta mil muertos padecieron las tropas españolas, entre ellos el maestre del Temple, Gomez Ramirez, y el de Orden de Santiago, don Pedro Arias, quedando gravemente herido el de la orden de Calatrava, Rodrigo Díaz de Yanguas, y hasta Pedro II de Aragón recibió una lanzada sin consecuencias. Otros autores aumentan la cifra de españoles muertos a 5.000.
La carnicería en aquella colina fue tal que después de la batalla, los caballos apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres como había amontonados. El ejército de Al-Nasir se desintegró. En la terrible confusión cada cual buscó su propia salvación en la huida, incluido el propio califa. Los árabes sufrieron 90.000 muertos (La Estoria de España de Alfonso X habla de “dozientas uezes mill moros”, mientras en el campo español cuenta “fasta XX et V omnes”) , y las tropas españolas retiraron grandes reservas de flechas y venablos, que según cálculos del arzobispo de Narbona necesitarían más de dos mil acémilas para ser transportadas.
Un Te Deum Laudamus, Te Dominum confitemur selló la gloriosa jornada.
El cronista árabe trata el asunto de otro modo: “apretó el combate y no tuvieron valor las vidas, pero quiso Dios purificar a los creyentes y afligir a los infieles; así que la amargura de aquel día fue sobre todo para los seguidores de la Cruz y el buen resultado sólo para la gente del Islam… los flancos de los musulmanes quedaron bien guardados por el poder de Dios”. “Os hemos hecho saber esto para que conozcáis la batalla tal como ha sido y los hechos en su realidad para que veáis que no han tenido muertos los almohades y que no han sido alcanzados ni muchos ni pocos.
Tres días después era tomada sin lucha Baeza, y el día 23 los defensores de Úbeda se encerraron en la alcazaba, donde acabaron rindiéndose y siendo hechos esclavos.
El héroe del momento era el rey Pedro II de Aragón, cuya genial jefatura del ala izquierda del ejército resultó decisiva para el triunfo final. Pedro había llevado a miles de vasallos suyos al combate, incluidos algunos oriundos de sus turbulentas posesiones en el Languedoc. Como vizconde de Carcasona, Simón de Montfort había enviado cincuenta caballeros para que se incorporaran a las fuerzas de su señor aragonés. Arnaud Amaury, nombrado hacía poco arzobispo de Narbona, había vuelto a ponerse la armadura y a cabalgar en combate. Le había demostrado al rey que también él era ahora un digno vasallo de Aragón.
La Batalla de las Navas de Tolosa fue la hecatombe para el imperio Almohade en la Península Ibérica. Con esta histórica victoria de la alianza cristiana se había iniciado el declive del dominio musulmán de España. La Batalla de las Navas de Tolosa, fue sin duda, la batalla más importante de la Reconquista.
Al-Nasir nunca se repuso del desastre de las Navas. Abdicó en su hijo, se encerró en su palacio de Marraquech y se entregó a los placeres y al vino. Murió, quizá envenenado a los dos años escasos de su derrota. Alfonso VIII sólo lo sobrevivió unos meses. Pedro II de Aragón, el rey caballero, pereció al año siguiente en la batalla de Muret, combatiendo a los cruzados que Inocencio III había convocado contra los herejes albigenses (Pedro II estaba auxiliando a su cuñado Raimundo IV de Tolosa), Sancho el Fuerte de Navarra sobrevivió veintidós años a la batalla. La victoria habría sido mucho más efectiva y definitiva si no se hubiera desencadenado en aquellos mismos años una hambruna que hizo que se demorara el proceso de reconquista. La hambruna duró hasta el año 1225.
La derrota musulmana fue terminante, y abrió las puertas de la Andalucía bética a los cristianos. Cuarenta años después, solo el Reino de Granada se mantenía en manos musulmanas. En cuanto a los Almohades, las crisis internas llevan a la disolución de éstos en 1224.
La jornada de Las Navas representó una etapa decisiva para la Reconquista cristiana de los territorios musulmanes. Los almohades mantuvieron durante dos decenios más un poder cada vez más precario sobre las partes de la Península que dependían del Islam. Una crisis de sucesión en Castilla y dificultades internas en Aragón aplazaron hasta 1225 la continuación de la Reconquista.
Tras el fin del período almohade, hubo un corto período denominado terceros reinos de Taifas, que terminó en la primera mitad del siglo XIII con las conquistas cristianas de Valencia por Jaime I de Aragón en 1236 y de Córdoba y Sevilla por Fernando III el Santo en 1236 y 1248 respectivamente. En Granada pervivió la presencia árabe con la fundación del reino nazarí, que no capituló hasta el 2 de enero de 1492, fecha que puso fin a la Reconquista.
0 comentarios :
Publicar un comentario