sábado, septiembre 22, 2018

EUROPA Y EL DESCUARTIZAMIENTO DE ESPAÑA

Cesáreo Jarabo Jordán

MANEJOS EUROPEOS PARA LA DESTRUCCIÓN DE ESPAÑA


En Inglaterra, Jacobo II era depuesto por Guillermo de Orange, y en 1688 se formaba una liga entre España, Holanda, Gran Bretaña, Alemania y Saboya para combatir a Luis XIV, lo que costó la invasión de Cataluña, donde se sufrió el sitio de Gerona y la toma de Barcelona por el duque de Vendome. En 1697, en la paz de Ryswick subsiguiente, firmada entre Francia, Inglaterra y Holanda, significó nuevas cesiones por parte  de España.



El 2 de Mayo de 1668 se firmó la Paz de Aquisgran, en la que fue restituído el Franco Condado, previamente ocupado por Francia, si bien se perdió importante presencia en los Países Bajos, donde se perdió toda la línea del Lys y del Escalda, dejando indefensa la ya menguada presencia española, y provocó un movimiento que tenía como cabeza a D. Juan José de Austria, quién habiendo sido enviado a los Países Bajos, abandonó la empresa para dirigirse a Madrid al objeto de acabar con el gobierno del jesuita padre Nitard; objetivo que abandonó de manera inconcebible y que representó la persecución por parte del Inquisidor Nitard, por lo que retomó de inmediato su empresa, partiendo con un ejército desde Barcelona al objeto de tomar Madrid, lo que provocó la destitución de Nitard, y con ello el abandono de la empresa iniciada por quién era la esperanza de España, que se conformó con el título de virrey de Aragón y Cataluña.

A partir de ese momento, apartado Juan José de Austria, todo continuó prácticamente igual bajo la dirección de Valenzuela, nuevo primer ministro, que finalmente sería destituido por Carlos II el 11 de enero de 1677, poniendo en su lugar, esta vez sí,  a su tío, Juan José de Austria, que acabó defraudando todas las expectativas que el pueblo tenía puestas en él, y que prácticamente se limitó a desterrar en Manila al anterior primer ministro, Valenzuela, que se había ganado la enemistad de todos.

Siempre atentos a la delicada situación vital de Carlos II, el 20 de septiembre de 1697, Luis XIV de Francia , convocó en Ryjswick a ingleses, holandeses y portugueses, conviniendo que “muerto el Rey Católico, la mayor parte de la América, y de sus puertos se diese á Guillermo de Nasau, Rey de Inglaterra: lo demás de las Indias á los Holandeses, porque de la Flandes española se les había de señalar á su arbitrio una Barrera: Dabanse Nápoles y Sicilia al Rey Jacobo Estuardo: Galicia, y Extremadura al de Portugal, Castilla, Andalucía, Valencia, Aragon, Asturias, Vizcaya, Cerdeña, Mallorca, Ibiza, Canarias, Orán y Ceuta; al Archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del Emperador Leopoldo: Los presidios de Toscana, Orbitelo y Plumbin, á sus dueños: El Ducado de Milán, y el Final, al duque de Lorena: Sus estados con la Cataluña, y lo que quedaba de Flandes y Navarra, al rey de Francia. Todo esto baxo la condicion, si nombraba el Rey de España heredero á la corona á alguno de los austriacos, ó no nombraba heredero.”

En 1700 falleció Carlos II, después de haber nombrado heredero a Felipe de Anjou, que contaba dieciocho años de edad y era el segundo de los hijos de Luis, Gran Delfín de Francia (1661–1711) y de María Ana de Baviera, nieto por tanto del rey Luis XIV de Francia y María Teresa de Austria, nacida Infanta de España, hija mayor de Felipe IV, que había hecho cesión de sus derechos a la corona de España. Por su parte, Luis XIV de Francia, era hijo de Ana de Austria, y por tanto, nieto de Felipe III.

Los reinos europeos se posicionaron con uno u otro bando en la sucesión española según sus intereses. Por primera vez podían hincar el diente a la que había sido la potencia dominante en el continente durante casi doscientos años. La tarta española se iba a repartir y todos querían coger un trozo importante en el pastel. El continuo declinar del poder español durante todo el siglo XVII llegaba ahora a un punto de no retorno. A su costa, los demás esperaban crecer, nutriéndose de los despojos.

Por otra parte, la política francesa comenzó a desviarse de los tratados y, aunque resultando lejanos, conservó los derechos de Felipe V al trono de Francia, envió tropas a la frontera de los Países Bajos españoles, y finalmente, reconoció los derechos de Jacobo Estuardo al trono de Inglaterra, que se lo disputaba a Guillermo III de Nassau.

Toda esta actividad estaba creando un caldo de cultivo que irremisiblemente debía desembocar en una confrontación a nivel continental en la que la Guerra de Sucesión española sería un argumento más del que unos y otros aspiraban a sacar sustanciosos beneficios. El objetivo sería la destrucción de la Monarquía Hispánica, pero, dadas las circunstancias, con enfrentamiento armado entre quienes habían partidos como aliados en la labor.

El 29 de diciembre de 1700, el emperador Leopoldo envió al Papa un memorando por el que se reclamada titular de la corona de España, y reclamando ser investido rey de Nápoles.

Los manejos europeos, no es que empezasen en estos momentos, sino que seguían la marcha de décadas. Mientras tanto, en estos momentos se sufre en España un movimiento en el que, como señala Rosa María Alabrús Iglésies, “el austracismo a escala española empieza teniendo un doble carácter: agitación de algunos nobles en Castilla, descontentos con la decisión testamentaria de Carlos II, tradicionalistas y recelosos con respecto a Francia –los más destacados fueron Juan Tomás Enrique de Cabrera, almirante de Castilla, duque de Medina y conde de Melgar; Fernando de Silva, conde de Cifuentes; Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés...– y paralelamente, en Cataluña, una extraordinaria sensibilidad constitucional que se evidenció en los dissentiments de las Cortes de 1701-1702 convocadas por Felipe V.”   Algo, en cualquier caso, sin una estructura sólida.

Pero a pesar de llevar décadas tramando la destrucción de España, tuvo que pasar casi un año de reinado de Felipe V para que la voracidad europea, en esta ocasión sin contar con Francia, se reorganizase de manera sólida. Señala Agustín Jiménez Moreno que “el 17 de septiembre de 1701 se firmó el tratado de la Gran Alianza entre el Emperador, Inglaterra y Holanda; según dicho tratado, las potencias marítimas se comprometían a conceder al Emperador «una satisfacción razonable sobre la pretensión a la sucesión de España». Igualmente, se comprometían a conquistar para la Casa de Austria: los Países Bajos españoles, el ducado de Milán como feudo imperial, Nápoles y Sicilia, los presidios de Toscana y asegurar la Barrera en Flandes, de forma que la Gran Alianza partía de la premisa de que la Monarquía Hispánica debía ser dividida. Igualmente, Inglaterra, por su parte, se comprometía a aportar 40.000 hombres y a asumir «de ocho partes del gasto de las flotas y escuadras, cinco»”

Y España mantenía un ejército poco acorde a las necesidades del momento, lo que le hacía depender de la actitud de Francia, cuya asistencia “fue más o menos asumible mientras la guerra estuvo limitada a Italia y las fronteras centroeuropeas más próximas a Francia; sin embargo, se amplió extraordinariamente cuando, a partir de 1705, tuvo que participar simultáneamente con abundantes tropas y generales experimentados –Berwick, Besons, Noailles o Vêndome– en la resistencia de los reinos peninsulares a los ataques aliados.”

En Septiembre de 1701 Inglaterra había declarado la guerra a Francia y a España, y a esa declaración se unieron el duque de Hannover y la princesa Ana de Dinamarca, pasando a continuación a constituirse la liga con el emperador Guillermo y con Holanda. Una escuadra, comandada por el pirata Roock sería armada en ese momento.

Los pactos de la Liga fueron los siguientes:

“Que se haría la guerra a la Monarquía de España, hasta echar de su trono á Phelipe de Borbón, teniendo como en depósito los Reynos, ó Provincias, que ganarían los Principes de la misma Confederación, quedando en poder de el Emperador lo que se conquistaria en el Rhin, y la Italia: L que en Flandes y Francia en el de los Holandeses; y que todos los Puertos de Mar ocuparían los Ingleses, aun en Indias, prohibiendo á toda Nacion el Comercio de ellas, mientras no se hiciese la paz, y permitiendole limitado, aun á Olanda, y que en los Exercitos de tierra pagarian la tercera parte los ingleses: Que todos los gastos de la Guerra, en cualquier éxito, los pagaria al fin de ella, la Casa d Austria, y que se nombraria de acuerdo Rey á la España, parte, ó toda conquistada.”

El 4 de mayo de 1702 tras la muerte de Guillermo de Nassau, ascendía la reina Ana al trono de Inglaterra, quién, conforme señala Vicente Bacallar y Sanna, modificó los pactos de la liga en el sentido de que “se reservaron para si los ingleses a Menorca, con Puerto Mahón, Gibraltar y Ceuta, y casi la tercera parte de las Indias; y la otra tercera parte, con una barrera a su arbitrio en Flandes, se ofreció a los holandeses; al Emperador, el Estado de Milán, pero incorporado en los estados hereditarios como feudo imperial; lo demás de la Monarquía española y lo que quedaba de la América se dejaba al rey Carlos.”

A la par, y encontrándose Felipe V en la campaña de Italia, en 1702, señala Narciso Felíu de la Peña que “publicaron algunos vn Manifiefto, y Carta Exortatoria á los Efpañoles, del Principe de Darmftad en nombre del Señor Emperador Leopoldo, y de fu Hijo Carlos Tercero legitimo Rey de Efpaña, mañifeftando á los Amigos, y Afectos à la Auguftifíima Cafa de Auftria, el indubitable Derecho á la Succeffion de la Monarquía de Efpaña, para qué concurrieffen á la libertad de la Patria.”

En Mayo de 1702 la Gran Alianza de la Haya declaró la guerra a España y a Francia. “La guerra de Alemania había sido declarada en la Dieta de Ratisbona, y publicada el mismo dia en Londres, Viena y la Haya (15 de Mayo de 1702), contra Luis XIV y Felipe V, como usurpadores del trono de España.”

Pero el resultado no sería inmediato. Tardarían casi tres años en obtener algún resultado. Señala Andrés Cassinello que “en junio de 1705, los caudillos austracistas catalanes firmaron en Génova un acuerdo con los ingleses, según el cual, Cataluña se comprometía a luchar a favor del pretendiente austriaco con la ayuda militar inglesa. En octubre de ese año las tropas del archiduque Carlos pusieron sitio y conquistaron Barcelona.”

El 9 de marzo de 1704 llegó el archiduque Carlos a Lisboa, desde donde instó al levantamiento contra Felipe V, contando con el apoyo de 14.000 soldados anglo-holandeses, a lo que éste respondió declarando la guerra a Portugal, lo que acabó siendo un paseo militar en el que tomó prisioneros a seis mil soldados británicos… y no se consiguió ningún objetivo estable. A mediados de Julio acababa la campaña, improductiva, con grandes fiestas el Talavera.

Por su parte, el pretendiente “Carlos III”, y como nos recuerda el historiador contemporáneo Nicolás de Jesús Belando, había prometido fragmentar España . Lo menos lesivo hubiese sido la cesión a Portugal de Galicia y de Extremadura así como grandes extensiones en el Río de la Plata.

Pero, como en tantas ocasiones, la actuación no pasó de lo anecdótico. El motivo, tal vez, no era otro que la dependencia de España respecto a los intereses foráneos. De hecho, en el curso de la guerra, la actitud de Francia demuestra que estaba usando a España como moneda de cambio; así, en 1707, y según señala José González Carvajal, Luis XIV ofreció “á Carlos la España y las Indias ó las provincias de Italia, según quisiera; el reconocimiento de la sucesión protestante a Inglaterra; una barrera en los Paises Bajos á los holandeses, y grandes ventajas de comercio para estas dos potencias.”  Como muestra de que el ofrecimiento era cierto, 20.000 franceses que estaban en el Milanesado cedieron el control del mismo al archiduque.

Abonando la idea indicada, señala Virginia León que “en 1708, Castellví afirmaba que «el peso de la guerra de Cataluña recaía en Inglaterra» (Castellví, 1726, t. III); a finales de año el enviado británico Stanhope advertía que no llegaría dinero hasta que se resolviese la cesión de Menorca, cesión que pretendía Gran Bretaña como pago por la ayuda económica que recibía el pretendiente.”  Naturalmente, se efectuó el pago, que se vería reflejado en el posterior Tratado de Utrecht.

En ese mismo orden de cosas, en 1709, entre las quejas de Felipe V a su abuelo, alemanes, ingleses y franceses estaban cansados de la guerra y los alemanes continuaban firmes en sus propósitos, pero todos pactaron no hacer la paz por separado, siendo que Francia, según señala José González Carvajal, “ofrecía á los ingleses seguridad para su comercio en España, en las Indias, y el Mediterraneo; una barrera á los holandeses en los Paises-Bajos, y el restablecimiento de todas las ventajas comerciales de que gozaban otras veces…/… Durante el curso de esta negociación, tan feliz para la casa de Borbon, aparentaba el gabinete español querer separarse de Francia, y manifestaba mas incomodidad é independencia que cuanta había manifestado después de la destitucion de la princesa de los Ursinos.”

Así, en marzo de 1709, y siendo que Francia retrocedía en su conflicto de los Países Bajos, los holandeses pedían para resarcirse, según Modesto Lafuente “la cesión de la España y de las Indias” , extremo al que se opuso enérgicamente Felipe V. Pero su abuelo, Luis XIV de Francia, siguió las conversaciones… llegando a ofrecer como moneda de cambio toda la Monarquía española a excepción de Nápoles y Sicilia, al tiempo que reducía el aporte de tropas a la causa felipista.

Nadie veía que la marcha de la guerra le resultase favorable, por lo que, según señala Rosa María Alabrús, “la coalición borbónica entró seriamente en crisis. El desgaste de las potencias europeas hizo que se plantearan unos preliminares de paz en 1709, entre Luis XIV, el príncipe Eugenio –por parte de Austria y el Imperio–, Marlborough –por parte de Inglaterra– y representantes de los Estados Generales de Holanda. Las más interesadas eran Francia e Inglaterra. La primera, por el desgaste de la guerra y la segunda, por el temor ante las amenazas de Luis XIV a la reina Ana. Se sabía desde febrero de 1708 que Jacobo III –por los ingleses llamado el pretendiente– había pasado a Dunkerque con la finalidad de que Francia le proporcionara hombres y armas para invadir Escocia y proclamarse rey.”

Con objeto de arreglar todas estas cuestiones, en Junio de 1709, se reunieron en La Haya los contendientes (España no, ya que era el territorio en disputa) para tratar los preliminares de la paz, en la que se reconocía a Carlos como rey de lo que quedaba de España tras el reparto pactado anteriormente, y se imponía a Luis XIV luchar contra su nieto Felipe V si éste se negaba a dejar el trono de España, lo que llevó a no firmarse el tratado.

A la conferencia de paz de la Haya  fueron enviados como plenipotenciarios  el duque de Alba y al flamenco Jean de Brouchoven, conde de Bergeyck, dispuestos “á no ceder parte alguna de España, de las Indias ó del ducado de Milán; y conforme á esta resolución protesta contra la desmembración del Milanesado, hecha por el emperador á favor del duque de Saboya, á quien se podrá indemnizar con la isla de Cerdeña. En este último caso, y a fin de conseguir la paz, consiente S.M: en ceder Nápoles al archiduque, y la Jamaica á los ingleses, con la condición de que cederán éstos á Mallorca y Menorca”

Pero en la Conferencia de la Haya marcaba un plazo de dos meses para que se aceptase la cesión de la corona al archiduque, plazo en el que, si Felipe no accedía, Francia le retiraría todo el apoyo, y a exigirle, también por las armas, el cumplimiento de la imposición. La imposición no fue aceptada y la conferencia de la Haya quedó en suspenso, y cosa extraña, alarmado Felipe V, pareció dar un giro a su política, por lo que, como señala Modesto Lafuente, “por primera vez en este reinado se confió el mando del ejército a un español, el conde de Aguilar.”

Así, la batalla de los despachos era de mucho mayor peso que la batalla militar. En este orden, el año 1710  Alemania, Inglaterra, Francia, Holanda y Saboya  reiniciaron los tratados de paz en Getruydemberg. España, lógicamente, estaba excluida y era objeto de división, mientras Francia ofrecía a Holanda cuanto pretendiese a costa de España en tanto reconociese a Felipe V. Al respecto señala José González Carvajal que “Luis XIV para lograr su objetivo con los aliados y calmar la inquietud del elector de Baviera, pidió á su nieto la cesion de Luxemburgo, Namur, Charleroi, á Nieuport, únicas plazas que le quedaban en los Paises-Bajos españoles.”

España, sencillamente, miraba, mientras sus campos eran asolados por la guerra que los europeos seguían manteniendo. El pueblo se mostraba cansado de tanta división, y los saqueos a que había sido sometido lo habían derivado mayoritariamente al lado del Borbón, coronado. Por ese motivo, el aspirante austracista hacía algún gesto tendente a ganarse la voluntad del pueblo. A este respecto, Virginia León Sanz indica que “el archiduque Carlos contaba con el apoyo de los catalanes, pero su intención de atraerse a todos los españoles, en particular a los castellanos, bien pudo condicionar sus decisiones y, por eso, mantuvo en sus puestos a ministros, letrados y oficiales de los consejos de Carlos II.”  Pero, en esencia, poco o nada divergían las políticas de ambos contendientes.

A principios de 1711 estaban cambiando las alianzas entre franceses, ingleses, austriacos y holandeses. Luis XIV estaba ofreciendo a Inglaterra seguridad en el comercio de ésta con España, a ambos lados del Atlántico, así como la cesión de los Países Bajos españoles al elector de Baviera; ello comportaba en beneficio de Inglaterra, “cuatro puertos en la América española como garantía para su comercio, …/… Luis XIV estaba dispuesto a presionar a Felipe V para que éste cediera a Puerto Rico o a Trinidad además de Gibraltar y Port Mahon. El rey de Francia envió al marqués de Bonnac a España con la delicada tarea de preparar al Monarca español para otorgar concesiones inevitables. El 5 de Agosto de 1711, el rey informó a Bonnac sobre las demandas británicas en Europa y América, y le dio instrucciones definitivas respecto a su misión ante Felipe V…/… Bonnac tuvo gran éxito en su misión y obtuvo para Luis XIV plenos poderes para negociar en nombre de su nieto”.

En esta situación de guerra y conversaciones, la sempiterna ambivalencia británica hacía que Inglaterra se aviniese a las pretensiones de Felipe V, al tiempo que permitía la permanencia de tropas, presuntamente desvinculadas de la disciplina británica, que permitieron la resistencia de Barcelona hasta 1714. En tal situación fue discutido a lo largo de 1711, y finalmente ratificado, el tratado de Utrecht.

Algo vino a alterar y a acelerar las conversaciones: El 14 de Abril fallecía el delfín de Francia, Luis, padre de Felipe V, y el 16 el emperador José de Austria, hijo mayor de Leopoldo I, fallecido cinco años antes, y hermano, del Archiduque con lo que la corona de Austria recaía en la cabeza del Archiduque, algo que los ingleses no querían consentir.

Carlos pasaba a ser emperador, con lo que los aliados lo abandonan, y Felipe se acercaba ostensiblemente a la corona de Francia, en la que sólo existía la traba de su sobrino: un niño de dos años con una constitución física muy débil, lo que hizo rebrotar en el ánimo de Felipe su deseo de retornar a Francia; algo que no permitiría Inglaterra, debiendo Felipe renunciar a la corona de España si pretendía acceder a la corona francesa. Felipe eligió seguir como rey de España tras ponderar que con esa medida beneficiaba a Francia, ya que, según carta enviada a Luis XIV, “le aseguro por aliada una monarquía que sin esto podría algun día hacerle mucho daño reuniéndose á los enemigos.”

Las cosas se aceleraban: Agustín Jiménez señala que “cuando Inglaterra decide poner fin a su participación en el conflicto, el resto de los aliados se ven incapaces de continuar con la lucha, pues dependen de la financiación británica; de la misma manera, cuando se toma esa decisión, Inglaterra, consciente de la dependencia económica de sus aliados, no tendrá ningún reparo en abandonarlos.”

Al respecto, Fco. Javier Guillamón Álvarez y Julio David Muñoz Rodríguez, señalan que “una de las propuestas que Inglaterra efectuará al soberano francés a través de estos contactos consistiría en la cesión de la corona española al duque de Saboya a cambio de reconocer a su nieto como señor de los territorios saboyanos y regente de Francia tras su muerte; un ofrecimiento que será inmediatamente rechazado por Felipe V a pesar de los deseos del propio Luis XIV, quien le advertiría que ‘me debéis a mi los mismos sentimientos que le debéis a vuestra casa, a vuestra patria, antes que se los debáis a España’”.

Evidentemente, en 1711, los intereses de Inglaterra habían variado muy sustancialmente con la muerte del emperador José I de Habsburgo, acaecida el 17 de abril de 1711. Señala José Calvo Poyato que “los tories, después de su victoria del año anterior, controlaban sin problemas la Cámara de los Comunes donde no habría dificultades para aprobar la propuesta. Pero la situación se planteaba de forma muy diferente en la Cámara de los Lores, donde los partidarios de la guerra eran mayoría, sobre todo porque el duque de Marlborough un decidido partidario de la guerra ejercía una gran influencia. En esta coyuntura la actuación de la reina Ana fue decisiva tomando una decisión insólita, basada en que el nombramiento de los lores era una prerrogativa regia. Nombró en un solo día doce nuevos pares del reino que era el número necesario para hacer que los partidarios de la continuidad de la guerra quedasen en minoría. Era algo sin precedentes en la historia de Inglaterra. Para comprender la actitud de la reina Ana es conveniente señalar que una de las cuestiones que se habían abordado en las conversaciones mantenidas con los franceses era la relativa al apoyo que Luis XIV prestaba a las pretensiones de Jacobo Estuardo de convertirse en el sucesor de la reina Ana. La soberana inglesa, pese a haber dado a luz en dieciocho ocasiones, carecía de descendencia directa, al haber nacido muertos todos sus vástagos o haber fallecido poco después de nacer. En esas circunstancias Ana había designado como su sucesor a Jorge de Hannover, príncipe elector del Imperio perteneciente a una familia declaradamente protestante. Los representantes franceses aseguraron que su rey estaba dispuesto a retirar su ayuda al Estuardo. En buena medida, la reina Ana deseaba, al margen de otras consideraciones como su enfrentamiento personal con Marlborough, allanar el camino para la llegada al trono de la que sería la dinastía hannoveriana.”

Como hemos señalado, en estos momentos ya estaban tratando Francia e Inglaterra del fin de la guerra, y Noailles, en instrucción enviada a Luis XIV, señala: “en este estado es muy esencial aprovechar la ocasión que presenta la muerte del emperador; es preciso hacer la paz, y se conseguirá si se continúa socorriendo a Felipe V. Debe tenerse por muy dichoso con tal que conserve á España y las Indias, aunque se conceda á los enemigos cualquier cesion, ó cualquiera seguridad para el comercio…/… Francia misma, así como los aliados, tienen interes en que España pierda algo.”

Quedan, nuevamente, claros los intereses europeos. En el mismo informe, Noailles señala: “Los españoles están mas resentidos que nunca: murmuran del poco caso que se les hace, y de la preferencia que se da á los italianos y flamencos… el consejo de guerra es un fantasma sin autoridad: sus resoluciones no se ejecutan sino cuando las aprueban los consejeros secretos; quienes se reservan para sí hasta las mas mínimas pequeñeces; y nada se realiza, porque no se sabe á quien dirijirse para las cosas mas triviales.”

Este informe de Noailles, curiosamente, le deparó la sustitución. Su puesto lo ocuparía el marqués de Bonnac, a quién Torci, en sus instrucciones, señala que “los pasos dados para la paz, y la inevitable desmembración de la monarquía, habrán aumentado el odio de los españoles á los franceses.”  Y más adelante le instruye: “aparentará que no tiene mas objeto en todo esto que el esplendor de la monarquía española, y que recobre las provincias que le han quitado los enemigos; pero no mirará como un mal esta pérdida.”  Pero la actuación de Bonnac tendría incluso mayor calado, ya que obtuvo de Felipe plenos poderes para contentar á los ingleses con la cesion de Gibraltar y la isla de Menorca, y la concesion del Asiento, con un puesto en América para la seguridad de su comercio.”

Francia actuaba de manera muy generosa, y con la anuencia del “rey de España”, de forma que el 18 de Septiembre de 1711, Luis XIV envió una carta a su nieto indicándole: “Confío que no os arrepentiréis de la confianza que me habíais previsto. Ya vereis que no son esenciales, y que era preciso concederlas para libertaros absolutamente de las obstinadas instancias que continuaban haciendo los ingleses para obtener cuatro plazas en Indias; pues hay ocasiones que es importante no dejar escapar. Así, pues, no os sorprendais si he interpretado vuestro poder sin consultaros, porque era preciso para tener respuesta de V.M. perder un tiempo precioso; y yo creo trabajar con utilidad en vuestro favor, cediendo lo ménos, para conservar lo principal que vós consentiríais en abandonar.”

La muerte de Luis de Borbón, duque de Vendome, acaecida el 11 de junio de 1712 significó la suspensión de toda actividad bélica mientras las tropas aliadas procedían a retirase, sin tener en cuenta los compromisos adquiridos respecto al mantenimiento de los fueros, existiendo gran desunión entre los aliados, que deseaban acabar el conflicto cuanto antes. “La diverjencia de opiniones, la incertidumbre en los consejos, y órdenes é instrucciones contradictorias, fueron las consecuencias necesarias de esta desunión; y así es que vemos á lord Lexinton pedir tan pronto únicamente un armisticio, como insistir en los privilejios de los catalanes; cediendo sobre este punto en una ocasion, y renovando la cuestion en otra, con una vana protesta.” 

Había quedado suficientemente claro que Inglaterra no quería que bajo  ningún concepto las coronas de España y Francia recayesen sobre una misma persona, y todo indicaba que esa persona era Felipe V, por lo que se le obligó a elegir entre una de las dos, ante lo que Felipe V eligió, parece que un poco forzado por su abuelo, la corona de España y renunció a la de Francia, según quedó constancia en la correspondencia mantenida entre Felipe V y Luis XIV, y confirmó en las Cortes de 9 de Noviembre de 1712. En ese mismo proceso acabaría instaurándose la ley sálica, cuya abolición un siglo después acarrearía gran parte de los desastres del siglo XIX.

Llegado a este acuerdo, Inglaterra dejó de prestar apoyo a los aliados en la guerra mantenida en los Países Bajos, y retiraba tropas de ocupación en Cataluña, mientras España cedía la soberanía de Sicilia al duque de Saboya, y a Inglaterra le concedía el derecho de asiento de esclavos en América y la posesión de Gibraltar y de Menorca.

Comenzaba entonces Inglaterra una campaña de acercamiento con el claro objetivo de obtener incluso más ventajas de las ya obtenidas con el Tratado de Utrecht. No le faltarían colaboradores en España, sobre todo a partir de 1715 a la muerte de Luis XIV. Uno de los principales, el ministro Alberoni, auténtico trepa que no dudaba poner sus intereses particulares por delante de los intereses de la nación, encabezó la delegación encargada de acelerar los trámites, que había ascendido puestos con la llegada de la reina Isabel de Farnesio llegada a España en diciembre de 1714, cuando el partido “francés”, capitaneado por el cardenal Giudice fue apartado, y  puestos en su lugar Alberoni y Grimaldo.

Era tal la situación, que en medio de las negociaciones para la colaboración hispano británica, el 9 de febrero de 1715, el enviado británico, M. Dodington señalaba al secretario de estado Stanhope la debilidad española al tiempo que encomiaba la gran facilidad de recuperación, diciendo que “no hay nación ninguna que pueda restablecerse con mas facilidad”, y confiando “restablecer aquí el comercio de sus súbditos, obtener una garantía de tanta importancia para la sucesión protestante y para el tratado de las Barreras, indisponer á Francia y España entre sí más de lo que pudiera hacerlo una guerra de quince años, y substituir una alianza durable entre España é Inglaterra”.

El 1 de septiembre de 1715 fallecía Luis XIV, y con su muerte, conforme señala David Alberto Abián,  se marcó la ruptura con Francia; lo que “producirá un hecho excepcional en el siglo XVIII, Francia se aliará con Inglaterra y Austria” , mientras la política española navegaba al compás de los vientos que soplaban de Inglaterra y que tan bien recogía Alberoni.

En ese orden, el 30 de Septiembre de 1715 escribía Stanhope a Alberoni, que se habían conocido en Zaragoza, cuando Stanhope estaba preso y Alberoni estaba al servicio de Vendome: “La Inglaterra sabe corresponder á la amistad: con el solo objeto de tener un rey de España amigo ha gastado 200 millones de coronas (escudos) y habiendo dado el rey actual una prueba incontestable de sus benévolas intenciones, juzgad lo que seremos capaces de hacer por él, si nos necesita.”

Pero la estrella de Alberoni no duraría demasiado. La constitución de la Triple Alianza, pactada en La Haya el 4 de enero de 1717 entre las Provincias Unidas, Francia y Gran Bretaña, significó el final de Alberoni, que escribía a Stanhope: “Os ruego toméis en consideración la cruel situación en que me encuentro; yo, que soy el que persuadí al rey mi amo á renunciar á las relaciones de familia; yo que lo he hecho libertar el comercio ingles, con un tratado, de las trabas que lo oprimían, yo que lo he resuelto á constituirse garante del último tratado que os es tan ventajoso; y que estoy dispuesto á poneros en posesion del Asiento.”  A estas quejas, el enviado británico le significaba que la alianza con el emperador tan sólo era defensiva… pero sólo hasta que pensasen otra cosa. No tardarían en demostrarlo en las actuaciones de pura piratería que en breve acabarían desarrollando en Sicilia.

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